Por Valeria España
En los últimos años, a partir del movimiento organizado de mujeres trabajadoras y de la presión en ámbitos locales e internacionales de organizaciones feministas, en muchos países del continente se ha avanzado significativamente en los marcos normativos que reconocen la importancia en nuestra sociedad del trabajo doméstico y la provisión de cuidados, equiparándolo con cualquier otro tipo de actividad laboral.
Si bien el avance en el plano legislativo no garantiza un cambio inmediato y generalizado en los códigos culturales que han justificado y justifican un tratamiento desigual, es un paso necesario para modificar conductas, impuestas y legitimadas durante cientos de años.
En el caso mexicano, los pasos dados a nivel internacional y la última reforma constitucional no fueron suficientes razones para incorporar la misma lógica garantista en la reforma laboral impulsada por Peña Nieto (2012). Pero, a pesar de reconocerse el principio de igualdad y no discriminación en el ámbito constitucional, la normativa mexicana sigue excluyendo de los derechos laborales básicos a las personas que se desempeñan como trabajadoras del hogar.
Fruto de las concepciones de superioridad del colonialismo, sustentadas en principios de clase, género y raza, la naturalización de prácticas esclavistas, la tradición heredada de generación en generación ha definido el lugar que ocupan las mujeres pobres, rurales, afrodescendientes e indígenas, que encuentran en el sector doméstico remunerado una forma de inserción laboral.
La negación absoluta del goce de los derechos laborales por parte de estas mujeres es injustificable.
Detrás de las puertas de muchas casas “de familia”, millones de mujeres trabajan en la clandestinidad, sin protección social, sin limitación en la jornada, sin un salario digno, víctimas de distintos tipos de abusos y discriminaciones.
Esto puede cambiar. En Uruguay, con la aprobación de la Ley 18.065, lograron equipararse derechos laborales para las trabajadoras de este sector. Las vacaciones, la jubilación, la limitación en la jornada y la mejora salarial a partir de las políticas de negociación colectiva, entre otros avances, cambiaron la vida de muchas trabajadoras y sus familias.
Para ello, es necesario y urgente remover las estructuras que impiden a millones de mujeres en nuestro país mejorar sus condiciones de vida y autonomía. La experiencia en países como Uruguay demuestra que es posible.
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