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AUTORA: ALEIDA HERNÁNDEZ CERVANTES

Recientemente tres libros han modificado mi forma de mirar el problema de la violencia contra las mujeres. Como si se llamaran uno al otro, los libros fueron llegando a mis manos y ojos, de manera casi organizada. Empezaré a hablar de ellos en el orden que se me fueron revelando, o ¿acaso no podemos pensar que los libros se nos revelan o nos buscan?
El primero fue el más reciente libro de la periodista mexicana Lydia Cacho #Ellos hablan. Testimonios de hombres, la relación con sus padres, el machismo y la violencia, (Ciudad de México, Grijalvo, 2018); el segundo de la antropóloga feminista Rita Segato Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos (Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2003); y el tercero de la escritora colombiana Laura Restrepo, con su maravillosa obra Los divinos (Ciudad de México, Alfaguara, 2004).

I.

En el trabajo periodístico #Ellos hablan… la multipremiada periodista Lydia Cacho, los protagonistas principales son las voces de hombres narrando historias personales relacionadas con su formación emocional, de cómo fue la relación con su padre, el entorno familiar y cómo influyó todo ello en el tipo de hombre que son ahora. Trece hombres se permiten abrir para contar cómo el padre podría ejercer sobre ellos y sus familias la violencia más dura o más sutil marcando así su infancia. La voz de Ignacio nos convoca a imaginar de qué está hecho este adulto que algún día fue niño: “lo que mejor recuerdo de mi padre son sus dedos gruesos como ramas de un árbol duro, rugoso, inaccesible. Su mano era un puño…a veces una palma humillante que enrojecía mi piel hasta herirla. Yo era un niño enclenque que a los siete años se escondía en el clóset a dibujar. Tendría seis años la primera vez que pensé que lo odiaba”. O cuando leemos a Claudio su narración nos lleva a pensar en cientos de familias en las que existe un padre que, por patrón cultural, actúa normalizando la indiferencia: “su forma de herirnos consistía en pasar a nuestro lado sin mirarnos, en juzgar nuestra existencia por las notas del colegio, así como del conocimiento y uso apropiado del lenguaje”. Gerardo con su testimonio, nos va revelando la conformación paulatina de la misoginia, ese insertar poco a poco en la sique de los individuos y de toda la sociedad que lo femenino es debilidad, anomalía, aberración: “Desde niño nos dijeron que ser hombre era ser como mi padre y mis tíos, todos militares. Supe lo que significaba ser hombre de verdad la primera vez que vi a mi padre golpear a mi madre por desobedecerlo. Era algo trivial, yo siempre estaba pegado a sus faldas y a él le enojaba eso. Decía que me iba a convertir en un ser débil, femenino”, y que puede terminar en la peor de las maneras: “un día golpeó tanto a mi madre que la ambulancia se la llevó. Dos días después, el 9 de julio de 1971, nos dijeron que mamá estaba muerta”. La historia de Ismael también es estrujante, en tanto cuenta en el libro la relación sexual sadomasoquista que tuvieron sus padres y que hoy vincula con una de sus actividades cotidianas (da show en un sitio de bondage sadomasoquismo): “tal vez tenía como nueve años cuando entré por error a la habitación de mis papás. Tenía pesadillas y quería decirle a mi madre algo que ahora no recuerdo por más que lo intento. Mi papá la tenía amarrada con una cuerda gruesa, colgada de una viga”.
En esa tesitura, vamos leyendo-escuchando-imaginando la voz y la vida de esos trece hombres que bien pueden representar a miles de hombres que han vivido en carne propia   los significados y las prácticas que producen y reproducen el machismo como cultura. Desde la violencia física más extrema aplicada a los pequeños cuerpos de los niños que fueron, hasta la indiferencia, la frialdad o el nulo contacto físico-afectivo, el juicio implacable, el desapego emocional, la violencia contras sus madres, entre otras, son las múltiples vivencias que van dando forma a la masculinidad hegemónica que se construye desde el interior de las familias. Lo más valioso de estos testimonios, me parece, es que nos permiten entrar al mundo más íntimo de hombres adultos, el de su infancia, el de su relación con el padre, para comprender desde allí, en qué momento y cómo aprenden los hombres a ejercer la violencia contras las mujeres, niñas, niños y también contra otros hombres. Por eso es que, desde ese lugar, después de haberlos escuchado, surge una suerte de comprensión más profunda sobre la violencia masculina: la comprensión –que no justificación- que viene de preguntarse cómo se construyó ese ser violento, quién lo violentó primero, quiénes le enseñaron a ejercer la violencia, cómo fue que después un entorno social no les hizo parar en la espirar formativa de la violencia…Cuando lees este libro, es imposible no voltear a mirar los hombres más cercanos de tu vida, a mirarlos con una comprensión que te hace no sólo juzgarlos, sino entender de dónde viene esa construcción social que les dice a ellos y a nosotras: los hombres no lloran, los hombres no hablan de sí mismos, los hombres no abren sus sentimientos. Allá lo aprendieron, en aquél lugar íntimo que es la infancia.

II.

El libro Estructuras elementales de la violencia, es uno de los más importantes libros de Rita Segato, en él se plantean varias de las tesis centrales de su pensamiento en torno a la violencia masculina; la autora dice en su introducción que se trata de un libro integrado por ensayos que “analizan aspectos de la estructura patriarcal que conocemos como relaciones de género y apuntan a un modelo de comprensión de la violencia”. La investigación que realizó durante varios años con presos por el delito de violación en una cárcel de Brasilia en los años noventa, arrojó una serie de afirmaciones que a muchas nos han dejado en un estado de reflexión permanente:  la violación atiende a un mandato de masculinidad, y la  obediencia a ese mandato la ejecutan los hombres más fragilizados en su masculinidad. Veamos con calma el asunto, pues es muy complejo. La investigadora dice haber escuchado un elemento común en los presos entrevistados: no entendían (no les era inteligible) o no sabían explicar la causa, el objetivo concreto o el por qué de su acto (la violación), con frecuencia mencionaban que “una voz” se los indicaba. En su profundo análisis, Segato formula que esa voz, es la voz de la hermandad, de la fratria, de otros hombres que, en su carácter de pares le dan sentido al mandato de masculinidad que atienden los hombres que violan y ejercen la violencia más atroz. Para llegar a esta reflexión, la autora se valió de identificar dos ejes de análisis: el eje vertical, es decir, la relación del violador con su víctima y, el eje horizontal (que en su trabajo es el más relevante y revelador), consistente en la relación del violador con sus pares –sus semejantes y socios de la fraternidad- representada por los hombres, en el orden de estatus que es el género.
Entonces, para decirlo en palabras llanas, los hombres que han violado o aquéllos que han ejercido la violencia más extrema contra mujeres –y otros hombres- en un grado importante, buscan su legitimación frente a sus pares, su hermandad, su fratria, sus “interlocutores en las sombras”; buscan ser aprobados en su masculinidad (la hegemónica, la de la guerra) a través del ejercicio de la violencia más extrema. De allí que Rita Segato nos recuerde que el lenguaje de la masculinidad es un lenguaje violento, de conquista y preservación activa de un valor; por eso el patriarcado es al mismo tiempo norma y proyecto de autorreproducción, enfatiza.
Este análisis de la violencia masculina que propone Rita Segato es muy potente porque nos permite entender que el ejercicio de la violencia por parte de los hombres tiene su fundamento en un mandato social, en un imperativo que permite la reproducción del género como estructura de relaciones asimétricas, diferenciadas, en la que uno de los elementos fundamentales es la subordinación de las mujeres a los hombres. Pero además, nos ayuda a comprender que en esa estructura social de género, los hombres que no se someten al mandato de la masculinidad y al ejercicio de la violencia, son también violentados por otros hombre y por una sociedad que continuamente les está indicando cómo deben configurar su masculinidad. Como si permanentemente se les dijera que de no hacerlo, estarán en falta, viviendo en el marco de una masculinidad “amorfa”, no comprobada. Por eso las explicaciones simplificadas y simplistas de que un violador serial o un feminicida serial es un “monstruo”, o una anomalía de la sociedad, habrá que ponerla en tela de juicio todo el tiempo. Sí, es verdad que el monstruo nos muestra algo de nosotros mismos, pero concentrarnos sólo en su ser individual resulta más cómodo para todos, le es más funcional al patriarcado y su estabilización en el tiempo nos permite exculparnos de la responsabilidad que cada uno/a tenemos en la reproducción del orden social de género jerárquico y opresivo en el que vivimos. La pregunta que nos podría regresar al lugar de la responsabilidad tal vez podría ser: ¿A través de qué sistema de prácticas y valores hemos justificado y permitido a lo largo de la historia el ejercicio de la violencia masculina?[1]

III.

Para empezar, ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar: Michel Tourner.
Con ese epígrafe comienza la magnífica novela de la escritora colombiana Laura Restrepo: Los divinos. Basada en un hecho real que cimbró a  Colombia hace varios años, la trama da cuenta de la conformación de un grupo de cinco amigos varones denominada los Tutti Fruti, del cual surgirá el feminicida que viola, tortura y acaba con la vida de una niña. Si bien el centro neurálgico de la obra es ese atroz acto violento cometido contra la Niña-niña (así nombra todo el tiempo al personaje de la ficción, la escritora), lo que atrapa de la novela al grado de no soltarla hasta el momento de culminarla –sea de día o sea de noche-, es la trama de relaciones de identidad, recelos, afectos, envidias, traiciones, admiraciones, solidaridades, pero sobre todo de complicidades que articulan a ese grupo de amigos, denominados en la novela como los Tutti Frutti. El Muñeco, el Duque, el Tarabeo, el Píldora y el Hobbit, forman una fratría[2] perteneciente a la clase alta de la sociedad bogotana, que desde la infancia hasta la adultez consolidan vínculos estrechos en una especie de “hermandad juguetonamente perversa y levemente delictiva”, como dice la contraportada del libro.
Es interesante ir observando cómo van tomando forma las características tipológicas de masculinidades tradicionales en el marco de una fraternidad: el Muñeco, ese macho alfa que es fuerte, guapo, deportista, mujeriego, obsesionado con las exploraciones sexuales más extremas y las drogas; el Duque, pulcro en su aspecto, buen vestir, buenos gustos, es un “príncipe burgués que paga el estilacho con money de papi” y que representa muy bien una compulsiva perfección y vocación de orden y limpieza;  el Tarabeo, el varón que tiene todo bajo control, el racional hasta la ignominia, que lleva una vida familiar en “orden” con sus respectivos esquemas de “compensación” masculina (amantes fijas y eventuales, incluyendo traiciones a alguno de los amigos); el Píldora, el comparsa sumiso, el fráter que se hace indispensable a la manada, aunque sea al precio de ser el dealer que mantiene felices a los demás integrantes; y finalmente, el Hobbo –la voz narradora de la novela-, el excéntrico, el freak, el que habla poco de sí porque está en su propio mundo indiferente a su entorno pero que pertenece a un grupo solo por sobrevivir.
Por el desarrollo de cada uno de los perfiles de los integrantes de la manada, la novela muestra que en la constitución de los grupos de hombres (esta interpretación yo la haga con los lentes del feminismo), hay un orden de jerarquía, necesidad de aprobación constante de los otros integrantes para pertenecer y complicidades mutuas para mantener los privilegios de su género. Si bien en la trama uno de los Tutti Frutti entrega información valiosísima sobre el crimen que cometió su amigo solo después de presiones externas de su hermana y de su conciencia, los otros tres amigos se convierten en sus cómplices por acción y/u omisión. La narración de la escritora es extraordinaria, porque desde la sensibilidad e inteligencia que caracteriza a la buena literatura nos va mostrando cómo se construye el horror, cómo se teje poco a poco –mirado desde una pequeña fratría- el carácter relacional de la violencia ejercida por los hombres y llevada a los más inquietantes extremos, como la violación, tortura y feminicidio infantil.
El monstruo no existe en lo individual como anomalía, existe como revelación de lo perverso que es este orden social de género. De la violencia masculina, por eso, tenemos mucho qué hablar.

[1] Un libro que nos arroja luces en la comprensión de este tema es el de Los centauros. En los orígenes de la violencia masculina del italiano Luigi Zoja (primera edición en español, Buenos Aires, 2018). En este texto el autor explora a través de los mitos griegos, la historia y el psicoanálisis con enfoque de género, las posibles explicaciones en torno a los orígenes de la identidad masculina y su carácter violento. No adelanto más, para escribir especialmente al respecto, en otro momento.
[2] Fratría que proviene de la palabra fráter, significa hermano. Fratría es hermandad.

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