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Por Patricia de Obeso

Creo que recuerdo esta temporada desde que tengo uso de memoria.
Mi abuelo era empleado y al mismo tiempo un aguerrido político que compitió varias veces por conseguir una alternancia a nivel local cuando en aquél entonces se sabía a ciencia cierta no llegaría. Aun así, consideraba que valía la pena dar la batalla porque las campañas eran espacios en los que se podía tomar el micrófono (arriba de una estaquitas porque era para lo que alcanzaba) y por lo menos armar un buen debate. Años después, cuando el momento de la alternancia por fin llegó en Nuevo León, fuimos a celebrar a la Macroplaza. De la emoción, a mi tía se le quedaron las llaves pegadas con el carro prendido y así se quedó hasta que acabó la fiesta.
Ahora vivo los tiempos electorales de manera distinta, con menos ilusión. Tal vez era mi ingenuidad o mi corta memoria, pero poco a poco las campañas se han convertido en odiosos episodios de nuestra historia política.
Por un lado, coincidimos en que el nivel de argumentación y profundidad de los candidatos es escasísimo y el despilfarro de recursos públicos abundante. Las alianzas, la propaganda y las ridículas declaraciones han encontrado un nuevo límite en el 2018. ¿Qué ofrecen, de qué hablan? Niñas gordas, la conspiración rusa, el atropello de los derechos de la comunidad LGBTI, manos mochadas, candidatos durmiendo en el piso o tocando en una banda musical… más lo que se sume. Y a nivel local, ni se diga, en el municipio de Guadalupe los partidos pusieron candidatos con los mismos nombres que los de sus contrincantes para confundir al elector, en Coyoacán revientan los eventos a sillazos y en Veracruz las dinastías familiares se siguen ofreciendo como opciones válidas. Todo esto da para buenos memes, ni cómo negarlo.
Con esta parte parece que todos estamos de acuerdo, pero es asombroso ver cómo los ciudadanos nos transformamos con un voto en la mano. Querer a nuestro país, a nuestros amigos e incluso a algunos de nuestros familiares en tiempos de elecciones, se vuelve complejo.
Circulamos noticias falsas, argumentos elitistas y violentos o de poca reflexión y sobre todo se disminuye la capacidad de escucha. Gran elemento del movimiento de Marichuy, a quien no fuimos capaces de incluir en la boleta. La intolerancia se presenta como nuestro mayor recurso una vez que decidimos o creemos haber decidido con convicción nuestro voto. Caemos en la ilusión de que un personaje vendrá a desgraciar al país o a salvarlo y dejamos ir la gran oportunidad de pensar desde distintas perspectivas en los problemas que trascienden a las elecciones (la pobreza y la desigualdad, por ejemplo). O bien, de enfocarnos en las campañas locales que al final del día son las que más soluciones tendrían que ofrecernos.
Lo ideal sería lograr que los tiempos electorales nos fueran útiles más allá del meme. Que los candidatos presentaran propuestas que pudieran defender técnicamente y nosotros cuestionar sólidamente. Elevar la calidad del debate empezando por nosotros.
Pase lo que pase, el primero de julio, cada quién votará por quien considere mejor (o menos peor), pero aguas con dejarse llevar por los prejuicios que tanto daño nos hacen. ¡Cuiden también sus relaciones afectivas que las buenas son escasas!

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