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Por Gonzalo Sánchez de Tagle
Si llegaran los marcianos bailando el ricachá, como diría el maestro Tito Rodríguez, y en un descuido quisieran enterarse de cómo vivimos los mexicanos, leerían nuestro enorme, largo, extenso y aburrido ordenamiento jurídico. La primera conclusión a la que llegarían, por supuesto, sería que somos extremadamente incivilizados para necesitar tantas reglas. Pero ya que somos mal portados, ese letargo jurídico, dirían, es cabal y completo, pues modula casi todos los ámbitos de nuestra vida, nos protege de nosotros mismos y, si llegara el caso que la autoridad no cumpliera con su función, también nos protege de ella.
Sin embargo, las leyes no hablan por sí mismas. Aun cuando buscan atender una circunstancia social en concreto, la lectura de una norma jurídica es fría y no es más que un conjunto articulado de letras, que dicen poco sobre la realidad de aquello que pretenden regular. Son en su caso meras indicaciones. Si leemos la Constitución, por ejemplo el artículo 2, sabríamos por deducción que en México hay comunidades indígenas y pueblos originarios, que tienen reconocidos ciertos derechos, pero no conoceríamos de su sola revisión, de la pobreza y marginación en la que la mayoría de las personas indígenas viven.
Sucede lo mismo con la Ley de Seguridad Interior. Quienes la defienden dicen que se trata de dar un contexto legal a una situación de facto y, en consecuencia, dotar de un marco jurídico a las fuerzas armadas en su ya no tan nueva labor, de ser el instrumento de la guerra en contra de la delincuencia organizada. Estrategia de fusiles y sangre. De alguna forma, el argumento que subyace a esta ley pone a las fuerzas armadas como las víctimas del meollo sanguinario en que nos encontramos. Algo así como: ellos no son los culpables de la guerra y ocupa protegerlos, dándoles certeza y seguridad en sus acciones. De ahí la Declaratoria de Protección de Seguridad Interior que propone la ley que fue aprobada por la Cámara de Diputados.
Pero como dice Dieter Nohlen, el contexto hace la diferencia. Si el amigo marciano leyera la ley sin duda no le parecería descabellado establecer un régimen en el que preceda una declaración para repartir a militares en el país. Es decir, que exista un fundamento legal para sus acciones y se extrañaría, sin duda, de que mucha gente estemos agraviados e indignados ante su casi inminente aprobación. Pero habría que darle un poco de contexto, porque no vivimos en Finlandia.
En primer lugar, la guerra surgió como un acto de legitimación de un entonces presidente poco legitimado. Es una estrategia impulsada desde Estados Unidos, en la que nosotros ponemos los cuerpos, la sangre, el temor, la inseguridad, el deterioro social y los panteones y ellos, ponen las armas y consumen el producto. Aún más, el objeto principal de la guerra son sustancias que se consideran ilícitas y que en realidad el problema puede ser atajado desde una perspectiva de salud pública.
Respondería el marciano, que ya comienza a comprender, que no solo se trata de drogas, sino también de huachicol, de secuestros, extorsiones, tráfico de personas, trata de blancas y muchos otros delitos. A lo que le diríamos dos cosas. Primero que las desigualdades, la pobreza y la falta de oportunidades en México, que son el verdadero y profundo problema de nuestro país, no son consideradas como el eje central de la estrategia de seguridad. Que la clase política que defiende la guerra es la misma que ha sido incapaz de mejorar las condiciones de vida de más de la mitad de los mexicanos y que, por lo tanto, insistir en la guerra es insistir en el deterioro de nuestra sociedad.
Pero además, tendríamos que decirle que la estrategia de guerra no ha funcionado. Si la solución a un problema real no ha servido durante 11 años, ¿por qué habría de funcionar ahora? No será quizás momento de pensar en otras alternativas. Ya llevamos una década que nos ha dejado más de 170 mil muertos, más los miles que no conocemos. Hay zonas del país en las que generaciones de jóvenes se han perdido sin posibilidad de recuperar su futuro y muchas veces su vida.
No se trata de sacar al ejército de las calles de un día para otro. Lo que exigimos es una estrategia que establezca su retiro progresivo, que se capacite a policías y, sobre todo, que se aborde el problema desde la raíz. Es decir, pensando en el futuro de México y de los mexicanos, que somos todos, incluidos los delincuentes, personas con sueños, aspiraciones e ilusiones. Abordar lo que parece inabordable: la corrupción y la impunidad, que son el preludio del crimen que mata.
Por eso, le diríamos al marciano, que la Ley de Seguridad Interior es insistir en una estrategia que está destrozando a México. Después de pensarlo detenidamente, sin duda contestaría #seguridadsinguerra.
Nota: es altamente probable que esta ley sea aprobada en el Senado, y en ello su artículo 9, que establece que la información que se genere con motivo de la aplicación de la ley será considerada de Seguridad Nacional y, por ello, será información confidencial. Por lo que, además de insistir en los fusiles y la sangre, no podremos saber ni conocer nada.

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