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Por Patricia de Obeso

Después de 11 años de guerra, violencia y caos, hay algo cierto, las víctimas no están en el centro del debate público. Frente a la magnitud de lo que vivimos, las víctimas son incontables e invisibles, no tienen un espacio ni reconocimiento adecuado en las estadísticas oficiales del país.
¿Lo que estamos haciendo es lo único que se puede hacer? No necesariamente, tomemos un caso cercano para el contraste:
En Colombia, después de décadas de un conflicto interno profundo y complejo, hace casi 20 años comenzaron a experimentar cómo hacer frente a su propia crisis. La Ley de Justicia y Paz, por demás criticada en su momento, se implementó para desmovilizar a uno de los grupos de autodefensa más mortíferos, los paramilitares. Se intercambió información por algunas medidas de amnistía y opciones de reintegración a la sociedad.
Algunos años después se instaló la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas cuyo trabajo consiste en generar un registro nacional de víctimas del conflicto armado y proporcionar medidas de reparación del daño como indemnizaciones, atención psicosocial y acompañamiento en el proceso judicial. Hoy en día, son 8 millones de personas las que se encuentran reconocidas en este padrón.
En paralelo, el Centro Nacional de Memoria Histórica tiene el mandato de investigar a profundidad los casos para devolver lo más preciado para las víctimas: la verdad. ¿Qué fue de sus hijas, hermanas, esposas? ¿Recuperarán su identidad y su labor productiva después de ser desplazadas por la violencia? ¿Tendrán alguna garantía de vivir en paz?
Con el recién firmado Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se propuso crear una Jurisdicción Especial para la Paz, un modelo de justicia transicional que incluye medidas judiciales y la obligación de investigar y sancionar violaciones a derechos humanos.
Un sinnúmero de organizaciones de la sociedad civil, universidades y académicos han participado en este modelo con apoyo y acompañamiento legal a las víctimas, investigación sobre casos emblemáticos, propuestas de reintegración para los desmovilizados y sobre todo con un exigente ejercicio de rendición de cuentas.
Por supuesto que el modelo tiene fallas. Ampliar el reconocimiento de las víctimas no amplió la capacidad del Estado. De las 8 millones registradas solo han indemnizado al 10 por ciento, porque no hay presupuesto que alcance, la violencia urbana sigue en aumento y el sistema de justicia permanece rebasado. Sin embargo, la conversación es completamente distinta a la que tenemos hoy en México. Para muestra un par de ejemplos:
Recientemente se llevaron a cabo en Bogotá las audiencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. México participó en dos de ellas, una con los familiares de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos de Ayotzinapa y la segunda con el colectivo #SeguridadSinGuerra sobre la recién aprobada Ley de Seguridad Interior. Ambos casos son de la mayor sensibilidad, en particular, el caso de Ayotzinapa que cumple casi 4 años sin aproximarse a ser resuelto.
Revuelve el estómago escuchar cómo el Estado mexicano no tiene más que excusas para los familiares. Son cada vez menos los espacios donde las víctimas pueden ser escuchadas. Por otro lado, la Ley de Seguridad Interior perpetúa la “estrategia” fallida de tener a los militares en las calles (si esto no es una guerra, no sé qué lo sea) por la que han muerto decenas de miles y desaparecido otros tantos.
¿Seremos capaces algún día de pensar profundamente en los daños que esta guerra ha ocasionado, es decir poner en perspectiva los costos sociales, emocionales y económicos que ha causado en tantas personas, y atrevernos como país a hacer las cosas de otra manera? La desigualdad en México no es solo económica sino también de pensamiento. Parece que a veces no nos alcanza la empatía para imaginar lo que han sufrido las víctimas y considerar que ponerlas al centro de nuestras conversaciones podría ser parte de la solución de nuestros males como país.
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