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El día 25 de septiembre de 2018 se encontraban inscritos 23 proyectos de reforma a la Constitución Política en el Senado de la República y de la Cámara de Diputados. Esto es una muestra clara que la clase política no sabe lo que quiere para este país. No definiremos un futuro compartido, si de manera sistemática y sin la menor responsabilidad se insiste en reformar el pacto que debería ser el referente de los mexicanos. Y por la forma en que lo hacen, renuncian a su esencia y razón de ser: la confrontación de ideas y argumentos.
En cualquier momento histórico, una sociedad se conforma por narrativas que dotan de sentido a su existencia. Pueden ser mitos fundacionales, leyendas, movimientos sociales, gestas, líderes o héroes. Sin embargo, en todos los casos, la existencia de esos referentes propios (piénsese en Juárez, Guadalupe y la Muerte, nuestros tótems nacionales según Claudio Lomnitz) generan un sentido de identidad y pertenencia, lo que hace posible la justificación del presente común.
La historia nacional es sin duda un espacio fértil para construir narrativas útiles. Por ejemplo, la Revolución Mexicana sirvió al régimen para articular una idea de nación, ciudadanía, sociedad y progreso, cuyo derrumbe vio su culmen en octubre de 1968. No cabe duda que la Revolución como proceso de referencia colectivo ya no es vigente. Lo son en cambio, quizás con menor intensidad porque no es auspiciado de forma sistemática e ideológica por el Estado, los movimientos sociales de la década del setenta y las luchas de reivindicación de los derechos humanos.
Aun concediendo que tenemos referentes culturales amplios y generales, y no necesariamente constructivos, parece ser que no tenemos una “estrella o norte que oriente nuestras acciones”, como diría Max Weber. Esos referentes se construyen en sociedad, o a partir de que esta adopta pisos mínimos de entendimiento en los que se soporta una visión compartida de futuro, por mínima que sea. Son fundamentales porque sin ellos, sin ese norte, es difícil si no imposible, construir una vida de civilidad y proyectar un ideal colectivo.
Países como Estados Unidos, Francia, Alemania, Sudáfrica y otros tienen sociedades en las que más allá de tener una inmensa carga histórica y en los que sus rasgos de identidad y pertenencia son altamente complejos, coinciden en una circunstancia esencial: su referente inmediato y asumido es su Constitución. Por más que existan diferencias profundas y confrontaciones que parecieran poner en peligro la estabilidad de su edificio social, su polo de navegación es su norma suprema.
La Constitución política por sí misma debería ser un elemento de adhesión general y un punto de entendimiento común. Pero, en México ha sido reformada en sus 101 años de vigencia más de 700 veces, y su contenido es largo y en extremo detallado. Su esencia es tan volátil que no es un referente social y político. Al contrario, es un punto de división y conflicto, p. ej. la reforma educativa.
No sólo es que se modifique de contentillo, sino que incluso los poderes constituidos la violan frente al público observador. Véase el caso de la licencia de Manuel Velasco y el hecho de que actualmente ostente dos cargos de elección popular. Solo en las gacetas parlamentarias correspondientes a las sesiones de la Cámara de Diputados y del Senado de la República del día 25 de septiembre de este año, se encontraban inscritas 23 iniciativas de todos los partidos políticos para reformar la Constitución. Proponen modificar instituciones tan diversas como el desafuero, las comparecencias del Presidente, la revocación de mandato, la reforma energética y educativa, las consultas populares, la prisión preventiva, incorporar un nuevo capítulo y artículo denominado de la naturaleza, o establecer el consejo mexicano de política exterior, entre otros. Todo sin una finalidad clara y una estrategia sostenida o cuando menos clara.
Esto es muestra no sólo de que la Constitución es utilizada como cuenco de ocurrencias, sino también de que no sabemos hacia dónde ir. La patológica necesidad del legislador por reformar la Constitución evidencia la histeria que provoca la ausencia de un proyecto claro y definido. No hay un rumbo preciso ni una agenda sustantiva mínima de la cual podamos partir. Las urgencias, como acabar con la inseguridad, la violencia y la corrupción, no pueden ser un fin sino sólo un medio para un propósito mayor.
La forma en que vemos a nuestra Constitución es un reflejo de nuestra adolescencia tardía. Somos como un Hamlet que nos debatimos entre ser o no ser, y, sobre todo, cómo ser. En la Constitución se refleja la esencia de nuestra sociedad y sus constantes cambios concretan nuestra indefinición y la incertidumbre hacia delante. Por eso es tan delicado que en el Senado se haya acotado el tiempo de intervención en tribuna de los legisladores para presentar iniciativas, porque implica una limitación a su naturaleza: la contraposición de ideas y visiones sobre México. Es renunciar al pensamiento.
El proceso histórico que comienza la Cuarta Transformación tiene la obligación de resolver los problemas inmediatos, pero también, y sobre todo, de conciliar un futuro cuya base sea un proyecto de país a partir de un referente común: tomarnos en serio la cultura constitucional.

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