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El pasado martes se cumplieron ocho años de la masacre de 72 personas migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Ya llevamos ocho oportunidades de conmemorar -de volver a vivir con dolor- el abandono desolador de esa bodega, en el rancho El Huizachal.
En esta ocasión, sacerdotes, activistas defensoras y defensores de derechos humanos y medios de comunicación acudieron al lugar para no dejar morir a los muertos, para darles vida a través de un ejercicio de memoria y dignidad. Les recordaron como “portadores de universos culturales, profundo amor a sus familias”. Porque antes que ser víctimas de esta absurda guerra, son personas.
Me cuenta Nelly, mi antigua compañera de servicio en la Casa del Migrante Casanicolás (Guadalupe, Nuevo León), que estar ahí le provocó un tipo de electricidad acumulada y miedo. Pero también lo describió como una mezcla de sentimientos y deseo de que desaparezca la apatía estructural.
Hace unos días la REDODEM (Red de Organizaciones Defensoras de los Migrantes)[1] presentó su informe anual[2], que organiza los datos y el sentir de las organizaciones más cercanas a la población migrante en México. El título de este informe es coherente con el deseo de Nelly: “El Estado Indolente: recuento de la violencia en las rutas migratorias y perfiles de movilidad en México”.
Indolente. Al Estado simplemente no le duele el dolor ajeno. Como si no pasara nada. Y de hecho, no pasa. En la presentación del informe, integrantes de la REDODEM lo dejaron claro: Trump decía que los mexicanos pagaríamos por el muro y tenía razón, se llama Instituto Nacional de Migración. Sostienen que actualmente la población migrante en México sufre más abusos de agentes policiales y migratorios que del propio crimen organizado.
Pero el deseo de Nelly sobrepasa la acción u omisión (ambas abusivas) del Estado. Se refiere a una apatía estructural, que, si bien incluye la actitud del Estado, nos incluye también a quienes no nos llamamos funcionarios públicos.
Al ver las imágenes de los sacerdotes y activistas entrando en esa bodega abandonada en San Fernando, cargando una cruz que servirá como memorial de dignidad, no pude evitar pensar en la masacre de Bojayá, en Colombia. Aunque bajo circunstancias muy dispares, la bodega y la cruz me recuerda el casco incinerado del templo del pueblo, refugio repleto de mujeres, niños y niñas, atacado con un cilindro bomba entre la confrontación armada de las FARC (guerrilla) y las AUC (paramilitares). 79 civiles muertos, entre ellos 45 niños y niñas (un bebé nació y murió en medio de los hechos).
Años después, el Centro Nacional de Memoria Histórica reconoció: “Se puede afirmar que la institucionalidad fantasmal del Estado precede la masacre, y que es la Iglesia católica, la que […] suple su ausencia, pese a que ella también sufre los estragos de la guerra en la región.[3] Las cantaoras de Pogue, mujeres sobrevivientes a la masacre, han recorrido el país entonando sus alabaos y gualíes[4]. Son ellas, no el Estado, quienes han recuperado la memoria de sus muertos, quienes cantando su dolor, lo dignifican.
Uno de los primeros actos de reconocimiento y solicitud de perdón de las FARC, recién firmados los acuerdos de La Habana, se dio en ese casco incinerado. Sobrevivientes y perpetradores, aunque todavía con dolor y resentimiento, se unieron en un abrazo reconociendo que, incluso sin existir perdón, es posible elegir la reconciliación, entendida como encontrarse con el “otro” para la construcción de la verdad con él[5].
En Argentina, fueron organismos de derechos humanos quienes asumieron en un primer momento las tareas de instalar simbólicamente los pilares de memoria, verdad y justicia en los sitios que sirvieron como centros clandestinos de detención y exterminio durante la dictadura militar. Por su parte, el gobierno kirchnerista acompañó el proceso con políticas públicas en materia de memoria con programas para las escuelas, material didáctico, series animadas, ficciones y documentales[6].
Por más que nos queramos distanciar (y existan razones potentes para hacerlo), la narrativa de otros conflictos en nuestra región nos siguen sirviendo, en ocasiones, como espejo. Ante un Estado indolente, la sociedad civil organizada adelanta procesos de reconciliación re-significando el dolor.
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[1] Los 23 albergues, comedores y organizaciones localizadas en 13 estados de la República Mexicana que conforman la REDODEM, brindan servicios de ayuda humanitaria y acompañamiento psicosocial a personas migrantes, nacionales y extranjeros, que transitan el territorio mexicano. Su objetivo común es la generación de información, investigación, difusión y defensa de los derechos de las personas migrantes y solicitantes de asilo en México.
[2] El Estado indolente: recuento de la violencia en las rutas migratorias y perfiles de movilidad en México. Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (REDODEM), Informe 2017. Disponible en línea: [https://goo.gl/v5V4tu].
[3] Bojayá: La guerra sin límites. Bogotá, Colombia, Grupo de Memoria Histórica, Ediciones Semana, 2010. Disponible en línea: [https://goo.gl/VnjyeY].
[4] Los alabaos son los cantos que las comunidades negras dedican a sus muertos pero solo si los muertos son adultos, si son niños les cantan gualíes.
[5] Juanola, Elisabet. Perdón y reconciliación para vivir en paz. En: Vivir y convivir en paz. Aprender a vivir con uno mismo y con el entorno. Eduard Vinyatama (coord.), Ed. GRAÓ, 2012, pág. 80-81.
[6] Daneri, Ana. La memoria en todos lados. El proceso de justicia transicional argentino en el interior de Tucumán. En: Hacer justicia en tiempos de transición. César Rodríguez Garavito y Meghan L. Morris.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2018.

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