Por Adriana Muro
En México hay miles de víctimas de desaparición forzada. Miles de personas que, ante la más cruel de las incertidumbres, exigen conocer la verdad sobre el destino de sus seres queridos. La fortaleza ha mantenido en pie, como roble firme, a madres, padres, hermanos, parejas e hijos que llevan años buscando sin descanso. Así han logrado visibilizar la necesidad de romper el círculo de impunidad y revictimización por parte del Estado. También han sumado la unión de colectivos nacionales y extranjeros para pelear por una ley contra la desaparición forzada.
Pero, ¿qué es una desaparición forzada? Es cualquier forma de privación de libertad en la que participan agentes del Estado o cometida por personas que actúan con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguida del ocultamiento del paradero de la persona desaparecida. Es tan grave que así ha sido definida por la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas. Duele tanto, porque la desaparición está cargada de múltiples ofensas que impactan toda la esfera de derechos de la persona y que quiebra y desmorona a los familiares, al no saber dónde está su ser querido ni quién lo desapareció.
Esta práctica ha sido utilizada desde los sesentas en el marco de las dictaduras militares en Sudamérica donde desaparecieron miles de estudiantes, profesores y líderes sociales que estaban en contra de los gobiernos autoritarios. También en conflictos armados no internacionales donde comenzó a llevarse a cabo no solo por agentes estatales sino también por grupos al margen de la ley que hacían parte del conflicto. Tal es el caso de Guatemala, El Salvador, Perú y Colombia.
En la ficción democrática que ha acompañado a México desde mediados del siglo XX, la desaparición forzada ha sido una práctica silenciosa pero recurrente. Durante los sesentas y setentas, se adoptó el modus operandi de las dictaduras militares que impactó en la vida de miembros de movimientos estudiantiles, lideres sociales, población campesina y comunidades indígenas. Más recientemente, desde la improvisada guerra contra las drogas iniciada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto, según el Registro Nacional de Persona Extraviadas o Desaparecidas, en México hay, al 30 de abril de 2017, treinta y dos mil personas desaparecidas. Sin contar el subregistro que documentan organizaciones de la sociedad civil de casos que no son denunciados o catalogados como desaparición.
Además, en los últimos dos sexenios hay evidencia de la desaparición por parte de particulares pertenecientes a grupos de la delincuencia organizada, con tolerancia del Estado. No obstante su gravedad, esos hechos han sido minimizados con el verbo levantar. En ese sentido, la desaparición en México no es vista como una violación a derechos humanos y el gobierno pretende reducirla a una problemática entre actores de la delincuencia organizada y no como un problema de seguridad que pone en riesgo a la población en general.
Por eso urge una ley de desaparición que despierte la solidaridad de la sociedad mexicana. Una que sea construida desde abajo, como señala la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos en México, y que recoja las principales demandas de los familiares, dándoles poder, resaltando su dimensión ciudadana con derechos y no su condición de víctimas.
En eso precisamente han trabajado muchas familias. Una legislación que se basa en la experiencia y el contexto particular mexicano, y en los modus operandi de la delincuencia organizada. Es una ley que busca garantizar la efectividad y funcionalidad en todos los niveles de gobierno para la respuesta de dos interrogantes: ¿dónde está? y ¿quién fue? Su contenido incluye que no sea necesario esperar 72 horas para iniciar la búsqueda, que el paso del tiempo no impida perseguir el delito, la consolidación de un registro para cruzar información, la conformación de fiscalías especializadas, el fortalecimiento en la respuesta de atención y reparación de víctimas y un enfoque diferencial frente a las desapariciones de mujeres y de personas migrantes en su tránsito por México. En últimas, la ley se convierte en un símbolo para reconocer el dolor de este violento México.
¿Qué podemos hacer para honrar este esfuerzo? Seamos empáticos. La desaparición sucede porque se permite. Presionemos al Congreso para que en el período legislativo que recién comenzó se apruebe la ley y se incluya el presupuesto necesario para materializarla. Démosle al tema la importancia que merece.
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