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Por distintos medios, el Gobierno Federal ha tratado de mandar un mensaje claro a la población: olvidar lo sucedido en Ayotzinapa y seguir adelante con el proyecto reformista de Enrique Peña Nieto.
Pero, a punto de cumplirse 3 años de la desaparición y posible asesinato de 43 estudiantes, varios sectores de la sociedad han hecho todo menos olvidar lo sucedido el pasado 26 de septiembre en Iguala. A través del debate en redes sociales, desde la academia, el periodismo de investigación, la participación ciudadana, la fotografía y la protesta, se ha mantenido constante la exigencia del esclarecimiento de los hechos y la sanción de los responsables. También se ha puesto sobre la mesa la importancia de replantear la política de drogas en el país, garantizar el derecho a la protesta social, así como considerar el respeto y garantía de los derechos humanos como elemento constitutivo del Estado de Derecho.
La narrativa del gobierno insiste en “darle la vuelta a la hoja” y seguir con la estrategia de obviar la crisis institucional y el problema de extrema violencia e inseguridad que atraviesa el país. Pero ¿por qué habríamos de olvidar la desaparición forzada de 43 personas, ordenada por servidores públicos, con la participación del crimen organizado y la aquiescencia de agentes del Estado? ¿Por qué tendríamos que pasar por alto años de impunidad en asesinatos y desapariciones de periodistas, mujeres, defensores de derechos humanos, estudiantes y de presuntos delincuentes “abatidos” en enfrentamientos?
Frente a ello vale la pena reflexionar el significado de nuestro derecho a la verdad como sociedad y la oportunidad que este caso nos ha dado para exigir su plena garantía.
El derecho a la verdad no se encuentra ni en la Constitución ni en los tratados internacionales expresamente. Este derecho se ha construido con doctrina y jurisprudencia en instancias internacionales de Derechos Humanos y tiene dos dimensiones. Por un lado, en su perspectiva individual garantiza a la víctima y/o sus familiares que las autoridades esclarezcan los hechos violatorios a través de la investigación y el juzgamiento. En casos de desapariciones forzadas, implica encontrar a la persona o sus restos.
Por otro lado, se encuentra la dimensión colectiva, la cual exige la más completa verdad histórica posible, lo que incluye la determinación judicial de los patrones de actuación conjunta e identificar todas las personas que de diversas formas participaron en dichas violaciones. El cumplimiento de dichas obligaciones resulta necesario para garantizar la integralidad de la construcción de la verdad y la investigación completa de las estructuras en las que se enmarcan las violaciones a derechos humanos.
Es decir, la dimensión colectiva evidencia patrones de cómo el Estado facilita que se cometan graves violaciones a derechos humanos, en manos de las organizaciones criminales. Esto sucede en México, en gran parte del territorio nacional. Esta segunda dimensión ha sido desarrollada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos principalmente respecto de las vulneraciones a derechos cometidas durante las dictaduras militares en el Cono Sur y en las violaciones sufridas en el marco de conflictos armados como en El Salvador, Guatemala y Colombia, donde existió participación directa de las fuerzas armadas y las policías. Para México solo encontramos jurisprudencia en el caso Rosendo Radilla Pacheco quien fue desaparecido en el estado de Guerrero durante el período de la Guerra Sucia. Este caso logró documentar y exponer la existencia de un patrón de graves violaciones a derechos humanos durante la década de los sesentas y setentas.
La dimensión colectiva del derecho a la verdad busca que no queden en la impunidad hechos como los ocurridos en Ayotzinapa y, por ende, que no se repitan casos similares. La investigación y sanción de los responsables, más allá del carácter punitivo, pretende dar cuenta en qué y por qué está fallando el Estado mexicano.
Frente a lo ocurrido en Ayotzinapa, la sociedad mexicana debe seguir exigiendo el derecho a la verdad de lo ocurrido. Y debe hacerlo desde la dignidad, que es lo que nos hace reconocernos en el otro, salir a las calles, no olvidar y exigir justicia. Pues, como bien señala Julieta Lemaitre, la dignidad “no resulta una descripción del ser humano en cuanto naturaleza o en cuanto a ser social, pero sí una aspiración política, una fantasía, un intento por recrear el mundo social en contra de la “verdad que ofrece como sentido común la violencia cotidiana.”

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