Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Desde la Torre, Francisco de Quevedo
Estamos encerrados. Y sí, probablemente el mundo cambie y no volvamos a ser los mismos. No lo sé. En realidad nadie lo sabe. Las viejas costumbres, las malas, están tan arraigadas que será muy difícil desprenderse de ellas y echarlas en el saco de las costumbres añejas, las de entonces. También es probable que no aprendamos nada. La historia nos da muestra de ello, de nuestro empeño por persistir en las formas conocidas.
Lo que es irreconocible, y de forma radical, es el presente, el instante y lo inmediato. Todo se ha pasmado. Aun cuando es iluso predecir el futuro, insistimos en controlarlo. Nos encontramos frente a un semáforo, pero sus colores han transformado y no sabemos qué hacer. No los conocemos e ignoramos su sentido. Nadie avanza ni retrocede, el pasmo es la cualidad del momento. Suspendidos en el hilo delgado de la incertidumbre sobre aquello que suponíamos cierto.
Y en el constante paso de las horas, en el tiempo que permanece en nuestras mentes, pretendemos pronosticar la nueva época, adaptarnos a los cambios. Meditar sobre nuestras más íntimas cualidades y transformarlas para lo que se viene, eso que ignoramos. Pero eso también resulta inerte. ¿Anticiparse a qué? A lo nuevo, ¿y cómo será eso? Otro misterio que buscamos resolver.
Hoy no encuentro precisión en el ahora. Mejor es decir, estoy en la médula de una realidad borrascosa. En medio de un dialogo infértil entre la meditación contemplativa, para apreciar el momento único de nuestra generación, y la pretensa necesidad de ser provechoso, útil y creativo. En este estado, no soy ni lo uno ni lo otro. Tampoco estoy en el centro neutro. No sé como ser, ni que hacer. Así estoy, abstracto y dividido, en nepantla.
Quizás lo único que nos queda ahora, es buscar conversar con los difuntos.