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por Adriana Muro Polo y Vìctor Pérez Cobos

Texto publicado originalmente el 25 de mayo del 2020

 

Dicen que lo que distingue a nuestra generación, para bien o para mal (si es que la dicotomía existe), es que estamos jodidxs y además de que lo sabemos, estamos bien con ello. Nos aceptamos con todas (muchas) nuestras contradicciones. Esloquiay, diría una compa del norte. 

A esta casa le pegó fuerte el encierro por la pandemia (desde el privilegio de tener un techo, un ingreso fijo y la red de apoyo, que solo hasta la crisis de los treinta valoras). En lo profesional, entre otras implicaciones, tocó dejar la oficina, ajustar proyectos, no poder viajar a Colombia (la segunda casita), la potencialización de las angustias propias y adrenalina de dirigir un proyecto independiente, así como ponerle pausa al arranque de proyectos bien bonitos. En lo personal, la cosa se nos complicó también. Decidimos que el 2020 sería un gran año para hacer planes a futuro. El Covid-19 nos hizo una mala jugada, y nos tocó posponer nuestra boda ya dos veces y, como dignos y fieles representantes de la generación que todo lo quiere al instante, vino la desesperación, la ansiedad y la incertidumbre. Drama desde el privilegio, sí, pero igual duele.

Buscamos ajustarnos a cumplir con las recomendaciones y deberes del entonces carismático López-Gatell y no salir de casa. Así, también se lo pedimos a Lupe quien se encarga de que este depa esté libre de alergias. Sorprendida nos insistió más de una vez venir a “ayudarnos”, ya que le estamos pagando sin que venga a trabajar (no es caridad, es obligación). Su sorpresa también radicaba en que muchas otras conocidas seguían yendo a trabajar. Más de una pelea familiar surgió por decisiones violatorias de la ley y de los derechos de las trabajadoras domésticas. Tocó escuchar el nefastísimo “lo bueno es que tenemos muchacha de planta, aquí se puede quedar durante la cuarentena”. Con el tiempo nos hemos dado cuenta que las batallas más difíciles y dolorosas se dan con quienes crecimos. Es complejo evidenciar que nuestras propias familias contribuyen a las realidades que generan desigualdad y violaciones de derechos.

Además de ajustar la vida a la ansiedad, los mosquitos, el calor y el insomnio, tocó organizar las actividades diarias para cumplir en cada uno de nuestros proyectos profesionales, e incluir el trabajo doméstico: la limpieza profunda, pensar que comer, cómo conseguir ingredientes, lavar, la difícil tarea de aspirar y trapear (que cuenta como cardio), y la interminable y oscura tarea de lavar trastes permanentemente.  A ello, se suman las frustraciones que las donaciones para calmar la conciencia no pueden cubrir: las desigualdades e injusticias de un sistema que jode a los grupos que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.

De ahí, que en nuestras tardes de vino y cerveza (porque tenemos la fortuna de frustrarnos con una copa en la mano), hemos reflexionado no solo sobre el valor del trabajo doméstico como trabajo remunerado, sino en el valor de nuestro trabajo doméstico como parte del estándar de productividad, del trabajo en equipo que significa como pareja y los subeybajas de un proceso que desde hace rato marca esta relación y hogar: desligar las labores y responsabilidades del género con el que cada quien se identifica.

En esta casa todo (o casi todo) se analiza desde su (posible) relación con la masculinidad. A veces raspamos el ridículo. Nos han dicho que no TODO es género. ¿Será? Pues entre que son peras o son manzanas, entre tanta pérdida, le hemos sacado provecho al encierro para trabajar en nivelar el terreno del trabajo doméstico e intentar quitarle de encima la violencia que suele conllevar. Por cierto, qué fuerte darse cuenta que casi por naturaleza, el trabajo doméstico se basa en el ejercicio de violencias.

En fin, uno de los hallazgos más bonitos del encierro ha sido la posibilidad de negociar desde la empatía y la sinceridad las responsabilidades que cada quien asume. En gran medida, las actividades de trabajo doméstico se han repartido en función de lo que a cada quien le gusta (o le disgusta menos) y lo que sabe hacer mejor. Así que nos fuimos sincerando, a veces con palabras, a veces con silencios, y fuimos soltando algunos “a mí me caga…” o “si quieres déjame esto a mí”.

Volviendo a lo que caracteriza a nuestra generación, aceptamos que no somos capaces de dejar el terreno en términos exactamente parejos. A veces hay más cargas de un lado o del otro. Va y viene. Sin embargo, esta bonita y difusa característica generacional nos ha servido para ser capaces de sentarnos, vernos a la cara, reconocernos disparejxs y modificar el acuerdo. Volver a negociar. Ajustar lo que molesta.

Ojo, no perdamos de vista lo fundamental: estamos jodidxs y lo sabemos. No faltan las mentadas de madre derivadas de la sobrecarga de cardio (aspirar y trapear) o del duelo de miradas para decidir quién saca a las perritas a su paseo matutino. Pero con todo y las cagadas que una relación de pareja tiene sí o sí, vamos buscando y encontrando formas más pacíficas de repartirnos los trabajos que a ambos, por igual, nos corresponden.

Vaya, lo que buscamos alcanzar es transitar del trabajo doméstico como ejercicio de violencias, al trabajo doméstico como el cuidado de lo más íntimo. Compartir lo más íntimo sería, entonces, cuidarlo en conjunto.

Dicha transición es simplemente imposible de procesar desde una lógica masculina o femenina. En dado caso, es posible desde una lógica feminista.

 

Foto: maxcf.es

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