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Por Gonzalo Sánchez de Tagle
Uno de los mayores predicamentos de nuestro tiempo, cuya definición esencial es la crisis y la sucesión de tragedias, es que las personas que dirigen las instituciones de nuestro país y a quienes en principio corresponde resolver los problemas colectivos, son el problema mismo.
En la generalización se pierde el detalle, y sin embargo, es iluso pretender que con un relevo de personal, todas las crisis por las que atravesamos se resolverán por generación espontánea. Pareciera ser que hay nudos gordianos, casi imposibles de disolver, para comenzar a diagnosticar nuestro presente y resolver nuestro futuro. La realidad de México plantea una especie de círculo vicioso, en el que se figura imposible encontrar el primer hilo para jalar la hebra.
Bajo el supuesto (equivocado) que los políticos son los malos y los ciudadanos los buenos, ¿qué sucedería si en las próximas elecciones, no llegara ningún político actual al poder y, en cambio, fueran ciudadanos ejemplares quienes ocuparan todos los cargos públicos? Probablemente nos llevaríamos una decepción. Y es así, porque nos estamos acostumbrando, sino es que ya lo estamos, a apelar a la buena voluntad de las personas, a sus características personales, a su individualidad insumisa, a su honestidad.
El problema es que solemos pensar mucho más en las cualidades de las personas que la institución para la cual se les elige o designa.
En tal caso, parece entonces que lo primero que debemos preguntarnos es si nuestra crisis parte de nuestra incapacidad para elegir buenos ciudadanos para los cargos de elección popular. O, en cambio, aún con los mejores ciudadanos en los cargos públicos, el sistema en su diseño se encuentra tan corrompido, prostituido y desarticulado, que es irrelevante a quién elijamos, porque los resultados serán más o menos iguales.
El problema es que solemos pensar mucho más en las cualidades de las personas que la institución para la cual se les elige o designa. Es normal e incluso una consecuencia natural de nuestra historia que concluyamos que una sola persona, honesta y digna, puede rescatarnos del marasmo en que nos encontramos. Por eso es frecuente que en los procesos electorales demos una importancia igual a cero a las propuestas, programas y estrategias de solución y, en cambio, nos enfoquemos en su totalidad a las características personales de tal o cual candidat@.
Es lo que hace que a muchos nos resulte absurdo que campañas electorales se fundamenten en la honestidad. O que partidos ideológicamente opuestos formen frentes para contender unidos en las próximas elecciones.
No se trata de elegir un solo candidato de entre las peores alternativas, sino de producir un involucramiento ciudadano.
Y sin embargo, de seguir así, sin entender que para solucionar la profunda crisis por la que atravesamos en casi todos los frentes públicos se debe de rehacer la cosa pública, seguiremos siendo el país que somos ahora, con diferencia en los matices. Pero al fin, seguiremos siendo un país mediocre.
Lo que se necesita es un verdadero replanteamiento de la forma en que gestionamos el espacio colectivo; la manera en que producimos espacios comunes y generamos sociedad, es decir, la manera de hacer política. No se trata de personas, sino de ideas e instituciones. Para eso, por supuesto que se necesitan líderes diferentes, honestos y ciudadanos. Pero si las premisas del poder no se modifican, no será suficiente.
A un año de las elecciones de 2018 no hay soluciones inmediatas, ni mecanismos mágicos. No se trata de elegir un solo candidato de entre las peores alternativas, sino de producir un involucramiento ciudadano que asuma la responsabilidad franca y honesta del destino de su país. Ya vimos que el Congreso, los gobernadores y los partidos políticos (de oposición) no sirven de contrapeso, sino que son parte del problema. Toca a los ciudadanos hacer esa balanza de control.
Un verdadero cambio en 2018 debe venir de dos frentes. Por un lado de la sociedad, partiendo de la premisa básica que los partidos políticos son parte del problema y responsables fundamentales de la crisis por la que atravesamos. Por el otro, es indispensable asumir que los “ciudadanos” en sí mismos no resolverán nada si la propuesta de cambio no se hace a partir de la manera en que somos sociedad. Es decir, cambiar diametralmente la ecuación de la política y el servicio público en beneficio de la persona, de la mayoría de ciudadanos.
Por eso, no hay que remediar la enfermedad, sino las causas que la producen. Esas se encuentran en el corazón de nuestro sistema político. Entonces, lo que debemos de cambiar, es la política.
*El artículo fue publicado originalmente en Huffington Post México. En este sitio se reproduce el artículo con autorización del autor.

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