Por Gonzalo Sánchez de Tagle
La política es el escenario de la dramaturgia pública en que actores de toda naturaleza buscan el papel protagónico. Es un juego de apariencias en donde quienes quieren aparecer en escena se deben poner una máscara. Muchas veces esos actores han estado tanto tiempo bajo la sombra de su antifaz público, que se vuelven aquello que en algún momento quisieron aparentar. Se transforman en su personaje. Por eso es que el reflejo de la luz de las tramoyas los encandila y solo logran ver a la audiencia entre sombras, como una masa uniforme que abuchea o aplaude.
La metamorfosis ocurre cuando el intérprete se convierte, convencido, en el sujeto de su representación. Ya no es él, sino su personaje es él. Como estamos ante una obra de improvisación, no hay quien se equivoque. Todo lo que haga el actor será correcto en la medida de su libreto, puesto que él es el director, escritor y ejecutor. En la actuación de mí mismo, es imposible el error. Hay teatros de toda índole, escenarios pequeños y grandes. Algunos sirven de entrenamiento y otros de noche de gala. Todos, siempre, buscan presentarse ante mayores audiencias y tener papeles más protagónicos. Es la naturaleza de la profesión. La demanda abunda, pero no los primeros actores. Esos están reservados para pocos.
Usualmente vemos representaciones teatrales más o menos articuladas, en donde es claro definir quién representa qué papel. Podemos darnos cuenta, nosotros, sombrío público, si un actor, aislado o en compañía, está interpretando bien su papel o lo hace de manera mediocre. Ante ello, en pocas ocasiones, el grito de la audiencia puede hacer detener la obra, para que los actores retrocedan o recalculen sus tonos y se corrijan el maquillaje. Es raro, porque necesita de la mayoría de los presentes gritar al mismo tiempo, situación que es difícil, pero sucede. Ante esa normalidad teatral, es posible ver varias obras al mismo tiempo e incluso conocer las controversias tras bambalinas.
En cualquier escenario, del tamaño que sea y con la calidad de actores, principales y de reparto que haya a disposición, hay una constante: jamás se equivocan, la razón siempre está de su lado y de su interpretación de la realidad. Dígase que la verdad vive en el escenario, en tanto que son ellos quienes viven de la dramaturgia, los que han ensayado la obra y ven al público de frente.
Pero hay una obra, que se repite cada seis años, en donde es casi imposible seguirle el hilo a la historia. El título lo conocemos, siempre es el mismo. Lo que nos escapa es el diálogo. Parece que todo es un juego de entonaciones, de miradas, de atuendos y de maquillaje. Se convierte en teatro del absurdo, de Beckett o Ionesco, ante la saturación de verdades. Todos la tienen, nadie jamás se ha equivocado, nunca se ha cometido un error. Hay respuestas puntuales para todo y para todos. Cada intérprete, según sus propias narraciones, es excepcional y sin dudarlo, el único que merece hacerse del papel estelar. Siempre, como en cualquier teatro, hay fantasmas que dirigen el final de la tragedia, sin que nadie se dé cuenta, en ocasiones ni los propios histriones.
Y los corifeos, como duendes de la sabiduría, se ponen de pie a media escena para vitorear a su representante ante una equivocación evidente. Ellos, los guardianes del conocimiento preciso, se han comprado la máscara en la taquilla y la portan con orgullo. Creen más en el libreto y en la interpretación que en el actor. Por eso, en el juego de escenas, jamás miran el error. Olvidaron la crítica y se convirtieron en porristas.
Es una obra de teatro de sordos, de palabras estridentes y dedos que señalan. Los actores, aderezados con un micrófono y un apuntador, conocen las emociones del público escondido entre las sombras de sus antifaces. No es una obra que engrandezca la cultura o el espíritu, es solo un griterío sin sustancia. Nadie crece en esta obra, que no alimenta ni enseña. No puede ser de otra manera, porque en el escenario, todos siempre tienen la razón, por imposible que parezca.
El olmo no da peras, pero es necesario un intermedio de humildad y que alguien, alguno de los protagonistas de esta escenificación, de cara al público reconozca no conocer todas las respuestas a los muchos problemas que vendrán y que necesita ayuda de todos, incluidos sus antagonistas y sobre todo de la audiencia. No puede ser de otra forma. El público se lo aplaudirá.
Qué cansancio tan profundo debe ser tener siempre la razón.
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