Por Gonzalo Sánchez de Tagle
- Artículo publicado el 18 de abril del 2017 en HuffPost
El sábado 15 de abril de 2017 se jugaba el clásico cordobés de la primera división del futbol argentino, el Belgrano contra el Talleres. Si el futbol provoca pasiones desmedidas, un clásico aún más. No sólo es cuestión de goles, técnicas y jugadores. Es, sobre todo, una afrenta de pasados, de historias y glorias pretendidas. La pasión y la euforia se superponen a lo que ocurre en el césped, aun cuando todo depende de los goles que se cobren.
Transcurrido un sereno primer tiempo sin anotaciones, en el Estadio Mario Kempes, casa del Belgrano, Emanuel Balbo aficionado entregado a las ilusiones estériles que corren junto a la suerte de su equipo, miraba a no mucha distancia a Oscar “el Sapito” Gómez. Habríamos de suponer que lo miró con odio e ira, que probablemente lo amenazó de muerte y tal vez, lo retó a una escaramuza vital. Podría parecer un capítulo del Martín Fierro de José Hernández, cuando dos gauchos se observan detenidamente antes de envestir, para remediar la afrenta provocada o vengar la muerte del padre. No era para menos, este “Sapito”, había sido acusado de asesinar a su hermano unos cuatro años atrás y, sin embargo, libre veía el partido y apoyaba a su equipo, también el Belgrano.
RODOLFO BUHRER / REUTERS
Así que Emanuel y el “Sapito”, ambos hinchas del mismo equipo, se dirigieron por breves instantes miradas violentas, hinchadas de sangre, en la cima del estadio, hasta el fondo de la tribuna. Lo siguiente, habría sido una escena salida del cuento El muerto de Borges, entre los gauchos Benjamín Otálora y Azevedo Bandeira. Un enfrentamiento a muerte entre Emanuel y el Sapito, por la honra y la dignidad. La venganza por el hermano muerto o la reafirmación del caudillo entre sus huestes.
Pero el Sapito, en lugar de ejercer su valentía de gaucho, sólo confirmó su autoridad. En vez de atacar o defenderse de Emanuel, lo acusa ante la tribuna (juez implacable) de ser un hincha del Talleres, el equipo enemigo, el bando contrario, las huestes hostiles, los bárbaros de enfrente. A partir de ese momento, la historia toma un curso imprevisto. Los correligionarios del Sapito, sus lugartenientes, se lanzan en desbandada en contra del señalado. La multitud golpea inmisericorde a Emanuel que logra descender entre palos y gritos por las gradas. Ya la facción del Sapito había quedado arriba, ahora era toda la tribuna quien apalea a Emanuel. Como en reacción embriagada de violencia o en terapia que libera la tensión por el partido que no va hacia ningún lugar.
EXCÉLSIOR, VÍA TWITTER
Al descender hasta un balcón, Emanuel hace aun intentos por defenderse, pero son estériles. La gente, esa entidad individual, multitud unitaria compuesta de muchos, ciega de odio y de furia ciega, puede más que él. Lo siguen aporreando, sin saber el porqué, hasta que Emanuel, como púgil arrinconado o como toro de lidia, se sujeta a las cuerdas; se arrima a las tablas. Se pega a la barandilla del balcón, del que cae para morir. Si se arrojó como último escape o fue aventado, es irrelevante.
El grito del Sapito lo mató. La alarma que sonó y que acusó a Emanuel de ser un aficionado del equipo contrario, desató la histeria colectiva. Los que golpeaban lo hacían sin conocer la causa, sólo un desfogue. Hasta que terminó en un hospital con el cráneo destrozado. No hubo venganza, ni honor, ni cuchillos desenfundados en correrías de gauchos. Sólo un grito y un dedo que señala. Un hincha muerto y el Sapito que ya ha cobrado la vida de dos hermanos.
El partido terminó en empate, con un tanto para cada equipo.