Por Miguel Pulido
Aquí todo el mundo lo tiene claro: México atraviesa una de las etapas más difíciles de su historia moderna. Lo sabemos porque lo sentimos. Salvo los políticos, por supuesto, que viven en su burbuja de mezquindad y privilegio.
A la gente el país se le va haciendo más pequeño, más triste, menos habitable. La realidad que vivimos dejó de parecerse a lo que teníamos en el pasado. Nunca estuvimos bien, así que estamos peor que cuando estábamos mal. Si me pongo técnico diría que estamos jodidos. Es un hecho. Día tras día aumentan violencia, delincuencia, corrupción y violaciones a derechos humanos, y frente a ello la Procuraduría General de la República (PGR) apenas da vueltas sobre su eje, emite balbuceos y mira a donde no debe voltear.
Pero esos no son males sin remedio. La vida de las y los mexicanos empeora porque este país tiene instituciones que apenas se ven el ombligo. O que voltean a ver de rodillas al gobernante en turno. Así está la PGR: capturada por intereses políticos, con un diseño institucional propio del autoritarismo e incapaz de cumplir con su mandato: no investiga.
La evidencia está ahí salvo para quienes no la desean ver. La deriva de la PGR se constata principalmente en las historias de personas agraviadas por la inadecuada investigación de delitos que suceden todos los días y se cuentan por miles. Pero también en la larga lista de frustradas acusaciones contra gobernantes corruptos. Bueno, hasta en el dicho de sus propios titulares. ¿Cómo olvidar que Jesús Murillo Karam, dijo públicamente en 2012 que “recibía una institución desmantelada”?
Frente al principal problema del país: la crisis de violencia por la delincuencia organizada, la PGR ha sido en el mejor de los casos contemplativa porque no tienen con qué.
¿Tal nivel de desastre no requeriría una intensa movilización de energía social y política para arreglarlo? Pues uno pensaría que sí, pero la respuesta de la clase política (y de manera más precisa en estos momentos del PRI y sus obedientes) es insistir en la militarización del país.
Agreguen otro problema. Con las elecciones presidenciales del 2018 prácticamente ya sucediendo, nos acercamos cada vez más a territorio peligroso. Ese en donde los que viven de la política se comportan como si sólo importaran ellos y sus ideas. Es esa dinámica que nos ha hecho tanto daño porque parece que importa más contar los votos que conocer el destino de los miles de desaparecidos. Es un estado de enajenación colectiva en el que la disputa por quedarse con el presupuesto electoral y las peleas por las candidaturas se dan a sangre y fuego, mientras todo son promesas de un futuro mejor.
Para construir el país que realmente queremos, primero debemos rescatar el país que nos ha sido arrebatado por la violencia, la masiva violación de derechos humanos y el saqueo de corruptos. Y para ello, la pura democracia electoral luce pequeña. Se necesita eso y mucha participación ciudadana. Sí. Son tiempos de proponer y transformar no al ritmo de los partidos políticos, sino en función de las necesidades de la sociedad.
Muchas personas estamos convencidas de que para enfrentar la impunidad se requieren propuestas técnicamente sólidas, políticamente viables y con amplio respaldo social. Y lo que tenemos, en cambio, son iniciativas ridículas, planteamientos para dejarlo todo igual.
Es el triunfo de quienes han convertido a la PGR en una fábrica de impunidad.
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