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Por Diego Gerard
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Paralela a la crisis de violencia que vivimos como sociedad debido al tráfico de drogas, la literatura en México ha indagado de manera profunda en el subgénero de la narco-ficción. Las razones parecen ser diversas: desde buscar el entendimiento del fenómeno, a simplemente retratarlo, o incluso generar un entorno pseudo periodístico dentro de un medio creativo.
Dejando de lado la legitimidad de cada una de estas razones, conviene cuestionar cómo es tratado el tema del narco en la literatura. La narco-ficción comienza a separarse de la tradición literaria, aprovechando cada vez más los elementos de la novela negra o el hard boiled. Los temas tratados se han volcado hacia la búsqueda de suspenso, sensacionalismo, entretenimiento, y espectáculo, quedando muy lejos de retratar de manera verosímil la complejidad del problema social que inunda al país.
La ficción literaria tiene su punto de partida en la evocación sensorial de los lectores y en mimetizar la complejidad individual y social. Idealmente, la ficción debe inclinarse hacia el retrato detallado del microcosmos—como lo puede ser el espectro del narco en México—de sus personajes y sus complejidades.
La ficción de género, en contraste, más que obsesionarse con la mímesis, busca generar en el lector interés inmediato vía el suspenso. La motivación para dar vuelta a la página deja de ser una diversión sensorial cotidiana y se convierte en un sentido de urgencia y morbo. El mundo ficcional retratado en este género rara vez logra indagar en nuestro inconsciente.
Un Asesino Solitario, de Elmer Mendoza, es un buen ejemplo de cómo la literatura del narco emplea los recursos del hard boiled y la novela negra. Utilizando el concepto de la conspiración como hilo conductor en la trama, la novela está sujeta a la tensión exhilarante y perpetuada. Nuestra capacidad sensorial se limita a un sentimiento similar a la adrenalina, la tensión y el morbo desmantelan nuestra complejidad y sutileza sensorial. Elmer Mendoza explora el mundo del narco a través de su gran reconocimiento del lenguaje específico, pero lo hace una vez que nos ha predispuesto dentro de un suspenso omnipresente.
Otras obras, como Trabajos del Reino, de Yuri Herrera, u Ojos Que No Ven Corazón Desierto, de Iris García Cuevas, son ficciones retratadas desde microcosmos de subjetividad y con personajes que logran a la vez habitar y deshabitar el mundo violento del narco. Las tramas construyen un arco dramático a partir de la percepción de sus personajes.
Herrera nos trae el mundo del narco a través de un cantautor de narcocorridos. Un personaje que habita a la vez el territorio geográfico del narco, pero que lo mira desde el territorio mental de su subjetividad. Jamás nos encontramos en el núcleo del problema social, lo que revela la realidad de los mexicanos que viven dentro y fuera de la guerra del narco. Es con el sentido auditivo que cobra vida la violencia, a través de la lírica y la música de su personaje principal.
Iris García Cuevas aborda esta problemática social desde un punto de vista banal y cotidiano. Sentado en una cantina, su personaje es abordado con la oportunidad de formar parte del elenco de una película sobre el narcotráfico. Por necesidad económica accede y termina por participar en la película que es producida en parte por narcotraficantes.
García Cuevas nos muestra los niveles del tejido social en los que participa el narco, pero como lectores entramos a estas escenas a través de un mundo conocido, de percepciones sensoriales que el grueso de la población experimenta cotidianamente. Nos genera también un sentimiento de complejidad, traducido en un principio en simpatía por los productores que emplean al personaje, pero quienes terminan por destruirlo. En este tratamiento de la narrativa, dejan de haber héroes, anti-héroes o villanos, y cobran vida las personas que habitan ambos bandos, ambos extremos morales, y sus propias contradicciones.
Estas son las dos corrientes que hoy vemos dentro del subgénero de la narco-ficción: la que desde el realismo y lo mundano explora la interconexión de quienes viven en la periferia y dentro de la problemática, y que logra, a través del detalle cotidiano, acercar al lector a este mundo. Por el otro lado, hay ficción oportunista, que emplea la técnica del hard boiled, el thriller y sus afinidades a la violencia para generar suspenso y tensión.
Esta última olvida por completo tanto los orígenes como las secuelas del problema social, y se aprovecha para generar entretenimiento. La literatura como medio artístico—a diferencia de la literatura como entretenimiento—es mímesis, es siempre un artificio, no es la vida misma, pero sí un esfuerzo por aproximarse a ella de manera extrema o, al menos, verosímil. Asumiendo que como lectores somos seres complejos, ¿esperamos de nuestras figuras literarias algo más que suspenso, urgencia y morbo? ¿Esperamos un asalto sensorial que parezca la vida misma y nos obligue a cuestionarla?
Quizás la pregunta más pertinente es qué buscamos como lectores: ¿una exaltación constante, o entender de manera más íntima la complejidad de la frecuencia en la que ya vivimos?
Diego Gerard es escritor y editor. Estudió en la Universidad de Nueva York, donde se concentró en ficción y traducción literaria. Es cofundador de la editorial Batallas de la Era Común, y editor de la revista diSONARE. Preparó este texto para Antifaz sumándose a nuestro esfuerzo por distribuir de forma creativa riguroso análisis sobre temas que importan.
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