Por Miguel Pulido
Para entender la violencia institucional…
Hay injusticias que tendrían que ser simplemente inaceptables. Por ejemplo, la violencia institucional contra los más débiles. Así es la historia de Jacinta Francisco Marcial, quien la ha experimentado en carne propia.
En forzado resumen, su historia es esta:
Todo empezó el 26 de marzo de 2006 cuando seis agentes sin uniforme confiscaron en un tianguis mercancía que alegaban era piratería. Los tianguistas protestaron, se armó una trifulca y, al ser retenidos y sometidos por los comerciantes, los agentes se vieron obligados a pedir ayuda.
Sus jefes llegaron al lugar y negociaron pagar en efectivo los daños causados. Como garantía de que regresarían, un agente se quedó con los comerciantes.
Pero… cinco meses después tres mujeres indígenas fueron detenidas y acusadas de haber secuestrado a esos seis agentes durante el operativo.
Desacostumbrada a que las averiguaciones previas sean resultado de la investigación y se sustenten en evidencia, la PGR acusó a estas 3 indígenas ñhä-ñhú (otomíes) con una fotografía publicada en un diario local y declaraciones contradictorias de los propios agentes involucrados en la gresca.
Entonces, los nombres de Jacinta (Francisco), Teresa (González) y Alberta (Alcántara)alcanzaron notoriedad pública. Primero por ser objeto de una acusación que se debatía entre lo ridículo y lo inverosímil. ¿Cómo 3 mujeres indígenas vendedoras de un mercado público habían sido capaces de someter y retener por la fuerza a 6 agentes de una corporación policial federal?
Después, sus nombres volvieron a tomar relevancia cuando se conocieron los detalles de la forma tan absurda en la que se les condenó. Se trató de un proceso que fue acumulando irregularidades y barbaridades por igual.
A la fabricación de delitos y culpables le siguieron omisiones gravísimas. En el caso de Jacinta, los peritajes demostraron al momento de su detención su comprensión del español era menos del 20%.
Ningún intérprete la asistió ni durante su declaración preparatoria, ni durante las demás diligencias del juicio. Jacinta participó en un juicio sin comprender qué sucedía, de qué se le acusaba y por qué. A pesar de ello fue condenada a 21 años de prisión y a pagar una multa de 90 mil pesos.
La versión corta es que Jacinta pasó 3 años en la cárcel por un delito que no cometió. La realidad es que esto fue posible por niveles de discriminación estructural, por el descontrol con el que se ejerce el poder y por la falta de profesionalismo de las instituciones de justicia.
Su historia (como la de Alberta y Teresa) tendría que ser excepcional. Extraordinaria. Errores tan garrafales como escasos. Pero no es así.
En marzo pasado, la Comisión Para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas reconoció que más de 9,000 indígenas están presos por la falta de intérpretes.
Un estudio del CIDE reconoce que el 75% de las personas presas son las que no tuvieron para pagar un defensor particular, es decir, tuvieron un defensor de oficio. Un alto porcentaje de ellas son inocentes o podrían estar libres de haber contado con una defensa adecuada.
Tenemos un sistema que no sólo es incapaz de respetar derechos, sino que se ensaña con los más débiles. Con los indígenas. Con los pobres. Con las mujeres. El caso de Jacinta, es apenas un botón de muestra.
En cambio, lo que sí es excepcional es la lucha que Jacinta ha seguido por la justicia. O por desatornillar aunque sea un poco la injusticia.
Jacinta ha ganado todas y cada una de las batallas que ha tenido contra la PGR. Acompañada por las abogadas y abogados del Centro Pro, primero fue liberada cuando la Suprema Corte de Justicia enmendó la plana del desastroso proceso en su contra. Eso fue en 2009.
Después, en 2014, ganó una resolución histórica ante el Tribunal de Justicia Fiscal y Administrativa que ordena a la PGR que se le repare el daño causado por la acusación infame de la que fue víctima.
Hace apenas unos días, 9 años después de que la PGR se ensañara con ella, Jacinta volvió a ganar una resolución en contra de la Procuraduría. Un nuevo Tribunal (un Colegiado de Circuito, cuyas resoluciones son definitivas e inapelables) ha condenado a la PGR a cumplir con las medidas de reparación del daño.
Pero las sencillas palabras de Jacinta han dejado claro que lo que ella vivió es una injustica irreparable. El caso de Jacinta nos deja durísimas lecciones de nuestro sistema judicial y de la fragilidad de los ciudadanos frente a las instituciones que tendrían que protegernos.
Ella ha puesto ya un ejemplo de dignidad, honestidad y valor.
Nos toca al resto de nosotros pelear para que la PGR y otras instituciones guarden de una vez por todas ese manual con el que operan… el manual de la violencia institucional, o la guía de la perfecta injusticia.
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