Por Gonzalo Sánchez de Tagle
CORTESíA
Conocí a Ana Laura hace unos dos meses, a invitación de una amiga a un taller de serigrafía organizado por el Colectivo Deportados Unidos en Lucha, en la colonia Santa María la Ribera. Ahí imprimen y venden playeras en contra de Trump y del muro fronterizo. Eran unas 10 personas, todas con historias de lucha, esfuerzo y resistencia; con una visión más profunda de México, país del que salieron o huyeron y en el que no quieren estar.
Ana Laura decidió emigrar a Estados Unidos en el año 2001, unos meses antes del atentado terrorista a las Torres Gemelas. Tras dos intentos fallidos para entrar a aquel país, logró ingresar por la frontera de Tijuana en la cajuela de un VW Jetta, junto con otras tres personas; el cruce le costó 3,500 dólares aproximadamente. Tuvo que dejar 4 hijos con su madre en los Altos de Jalisco, lugar de donde su entonces esposo también había salido unos años antes.
Así que dejando todo atrás llegó a Estados Unidos, primero a California y luego a Chicago, en donde vivió hasta el 2016. Durante sus primeros 10 años trabajó en una tienda de segunda mano, con otras 20 mujeres mexicanas. En ese tiempo, envió de manera periódica dinero a su familia, pudo pagar la pensión alimenticia a su exesposo y logró terminar la preparatoria y estudiar inglés. Durante una temporada, trabajaba de 6:30 de la mañana a 9:30 de la noche.
En 2011 falleció su madre, a quien nunca volvió a ver. “Los precios de la migración”, dice Ana Laura. Ya para ese entonces, tuvo dos hijos más con su nueva pareja, ellos sí ciudadanos estadounidenses. En ese mismo año, la “manager” de la tienda de segunda mano comenzó a ejercer el despotismo que solo conoce quien ha sufrido en carne propia el abuso laboral. Así que Ana Laura junto con otras mujeres, en su mayoría mexicanas y ecuatorianas, decidieron llevar a cabo una huelga laboral. Fueron despedidas y ella demandó a la empresa el pago de las compensaciones laborales que por derecho le correspondían. Ganó el juicio, pero debido a su estatus migratorio, no le fue posible cobrar lo que le adeudaban.
CORTESÍA. Parte del trabajo que llevan a cabo Ana Laura y sus compañeros
Ante esa realidad, empezó a trabajar en beneficio de la comunidad migrante en Chicago. Comenzó a dar clases de alfabetización en el Centro Romero y estudió computación, cursos de liderazgo y emprendimiento en la Universidad de Illinois. Después de cierto tiempo la Fundación Arise le hizo coordinadora de educación, puesto en el que se encargaba de los talleres de derechos laborales, salud y seguridad en el trabajo. Asesoró a la organización “Un Nuevo Despertar” a favor del empoderamiento de las mujeres y en contra de la violencia familiar. Resulta que una manera en que hombres ejercen violencia doméstica en contra de mujeres en Estados Unidos es amenazarlas con denunciarlas ante la policía migratoria por su condición de indocumentadas.
Y en esto se encontraba Ana Laura, trabajando por los derechos de los migrantes y de las mujeres, cuando Arise Chicago le propuso regresar a México para poner en regla sus papeles y solicitar una visa de trabajo. Esto le habría generado mejores condiciones económicas, en tanto que sus ingresos podrían haberse incrementado.
El día 30 de septiembre de 2016 Ana Laura se encontraba despidiéndose de su pareja y sus dos hijos, a la puerta del avión de Volaris en el Aeropuerto O´Hare de Chicago, cuando dos agentes migratorios la detuvieron, pidiendo su documentación. La llevaron a una oficina guión en donde le explicaron —con la intimidación acostumbrada— sobre su situación y sin pasar más de 20 minutos, sin respetar los derechos de asistencia consular y debido proceso, la subieron al avión que habría de deportarla a México. 15 años de vida y en 20 minutos el futuro de Ana Laura estaba decidido. Una sobrecargo de Volaris le retuvo el pasaporte y no le fue entregado, sino hasta una hora pasada del aterrizaje.
Poco se deja a la imaginación para pensar en la desolación, la tristeza, la incertidumbre, el enojo y la desesperanza de Ana Laura en ese vuelo de regreso a México, el país del que tuvo que salir para buscar mejores oportunidades. Se esfumó todo en 20 minutos.
Y de nuevo, a empezar otra vez. Pero ahora sin ayuda, sin organizaciones que respalden y con una sanción de no poder volver a Estados Unidos en 20 años. Así que Ana Laura obtuvo su seguro de desempleo en la ciudad. Luego, en la feria del fomento al empleo, conoció a otras personas deportadas y así organizó el Colectivo de Deportados Unidos en Lucha, primer grupo formal de deportados en la Ciudad de México. Tras muchas complicaciones, hoy tienen en comodato una máquina para imprimir playeras en la Colonia Santa María la Ribera. En un acto simple, pero de profunda humanidad, los martes van al Aeropuerto de la Ciudad de México a recoger a migrantes deportados, para ayudarlos en su soledad.
Son historias que hay que conocer. No debemos de olvidar que cuando hablamos del “fenómeno de la migración”, el Tratado de Libre Comercio y la balanza comercial con Estados Unidos, el cruce de armas y drogas, estamos hablando de personas con sueños y aspiraciones; con proyectos de vida. La historia de Ana Laura, como la de miles de personas, humanizan la frontera.
Trabajadora y madre de 6 hijos, fue deportada tras 15 años de vivir en Chicago, en 20 minutos. Luchaba por los derechos de los migrantes; hoy por los derechos de los deportados.
Cortesía
*El artículo fue publicado originalmente en Huffington Post México. En este sitio se reproduce el artículo con autorización del autor.