En su columna “Esencia de Democracia” en el periódico Reforma, Luis Rubio dijo, en relación con la democracia y la transformación de nuestra cultura política, que “la esencia no radica en las leyes, sino en la disposición a crear una nueva civilización”.
Aquí un ejemplo de ley y civilización en nuestra historia:
El 16 de septiembre de 1828, Antonio López de Santa Anna lanzó el Plan de Perote, en el que desconocía la elección constitucional de Manuel Gómez Pedraza y, en cambio, nombraba como Presidente a Vicente Guerrero. La Constitución de 1824 establecía un sistema indirecto de votación para el Presidente de la República, por parte de las legislaturas de los Estados. En esa elección y conforme a lo establecido en la Constitución, Gómez Pedraza ganó con 11 votos, 3 más que Guerrero. Para finales de noviembre, Lorenzo de Zavala lideró la Rebelión de la Acordada en la Ciudad de México, lo que hizo huir a Gómez Pedraza y obligó al Congreso a reconocer a Guerrero como Presidente y a Anastasio Bustamante como Vicepresidente.
Este episodio de los primeros años de México como nación independiente es una muestra de que la Ley por sí misma no es eficiente ni eficaz, si no existe una cultura política integrada en la sociedad. El derecho como consecuencia de la civilización y orden social pierde cauce ante la incivilidad democrática, porque la norma solo decora la actividad política, no la rige, y solo es útil en tanto que sirva a los intereses de quien gobierna.
En un estado de derecho es evidente que la ley es fundamental y que su validez descansa en los derechos humanos, como también en el ejercicio del poder por autoridades competentes. Sin embargo, tiempo llevamos ya en México en que se gobierna a punta de legislación y poco o nada parece cambia; a lo mucho produce magros resultados. Hay una inflación legislativa, como diría Ferrajoli, que provoca desánimo en la autoridad de la ley, pero también en su eficacia. Es decir, en su capacidad para alterar situaciones o circunstancias en la sociedad, que produzcan beneficios en sus causas y consecuencias. Porque en palabras del Príncipe de Salina, la ley sirve para cambiar todo, para que todo siga igual.
Esto parte de la concepción que se tenga del derecho en sí mismo. Ya sea como generador de conductas o regulador de realidades existentes. El derecho con su millar de acepciones y como culmen de la civilización y de la humanidad, es límite y potencia al mismo tiempo. La norma, su expresión más acabada, es o debería ser el resultado de consensos sociales derivados de necesidades reales; la deducción de una circunstancia que necesita ser reconocida por el Estado y articulada en beneficio de la colectividad a la que se encuentra dirigida.
Pero la ley tiene sus propias limitaciones, que se encuentran precisamente en la cultura jurídica y política. Por más que existan leyes justas, correctas y adecuadas, si no existe voluntad por cumplirlas, por parte de gobierno y gobernados, no habrá ningún recurso disponible para la democracia y la libertad y la igualdad que la sostienen. Por ello, para transformar nuestra realidad política no es necesario acudir a la Ley, aun cuando ajustes se requieren en algunos frentes, sino, en palabras de Luis Rubio, el cambio se halla en la disposición para crear una nueva civilización.
Las transformaciones sociales y políticas surgen a partir de cambios de paradigmas; cuando es posible hablar de un nuevo orden y un antiguo régimen. En México, la transformación tan aplaudida y bienvenida no debe hacerse por el Poder Legislativo (o únicamente en éste), porque la ley no será suficiente. En un extremo quizás sea innecesaria. Sino que debe de implicar una revolución profunda que consista en el alumbramiento de una nueva forma de comprender lo público, lo político y lo colectivo: una nueva civilización.
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