Julio Gabriel Reyes Hernández
El Metrobús avanzaba por Insurgentes Sur. Junto a mí, una pareja de unos treinta años y su hijo de diez observaban curiosamente la ciudad. Era su primera vez en la capital y el niño preguntaba con asombro por qué había tantos edificios desocupados e incluso algunos con letreros de “se renta”. Los padres, como tantas otras personas en la ciudad, no tenían respuesta. Los tres llevaban camisetas blancas con letras guindas que decían: “Claudia Sheinbaum, Presidenta 2024”. Provenían de Guerrero y discutían cómo funcionaba el Metrobús: si hacía pocas o muchas paradas y si con solo $6 podían llegar a cualquier lugar. Su entusiasmo por la ocasión me contrastaba: ellos sabían por qué estaban aquí, mientras yo seguía sin una respuesta clara para mí mismo.
Para quienes estudian Ciencia Política o sean ñoños como yo, el pasado martes primero de octubre fue comparable al partido inaugural de una Copa Mundial de fútbol. Este momento, para el país, representó un hito solemne: 200 años después de la promulgación de la primera Constitución Federal y más de 70 años desde el reconocimiento del derecho de las mujeres a votar y ser votadas, México tendría a su primera presidenta, respaldada por casi el 60% de los votos en la elección más reciente.
Ese día tan importante parecía que llegar tarde era parte del plan. Mientras Claudia Sheinbaum intentaba salir de su casa en la alcaldía Tlalpan, yo seguía la transmisión de su toma de protesta desde un Metrobús de la línea 1 que avanzaba y luego no. Quería ir al Zócalo capitalino pero el deseo se me partía entre emoción e intriga. Siempre había visto estos eventos en la televisión, como algo distante y ajeno a mi realidad, sobre todo después de haber vivido hasta hace dos años en Nuevo León. No sabía qué esperar ni por qué me había metido al centro en un día de descanso obligatorio, posponiendo además el festejo de mi aniversario con mi pareja. Ahí es donde los ‘¿paraqués?’ toman formas varias: curiosidad, FOMO de la historia o simplemente ganas de entender a eso que los especialistas llaman “un electorado tan heterogéneo como creciente”, pero que yo también llamo “mi país”.
La familia de Guerrero a la que chismeo con discreción en el Metrobus había viajado para escuchar el primer discurso de la presidenta. Me bajé antes y no volví a verlos, pero al llegar más tarde al Centro Histórico, el ambiente de la multitud era como el de ellos: emoción, optimismo y el cansancio de las largas esperas. Me sentía inhibido, mientras observaba el entusiasmo a mi alrededor sin saber bien cómo conectarme con él.
Frente al Hemiciclo a Juárez, el colectivo Hijas de las Cannabis organizaba un concierto de rap, mientras otros disfrutaban del día festivo en la Alameda Central, y muchos más se dirigían al Zócalo. La ciudad vibraba con distintas energías: algunas celebratorias y otras más ajenas. Yo, atrapado en esta extraña disonancia, dimensioné la complejidad de lo que representaban esos casi 35.5 millones de votos.
Sobre Avenida Juárez, a menos de un kilómetro del Zócalo, una familia de migrantes mexicanos que había regresado recientemente de California empezó a hablarme. La madre, cargando una cartulina blanca que decía: “Es un honor estar con usted, presidenta Claudia Sheinbaum. ¡Te amamos!”, me sonrió como si fuéramos viejos conocidos. “¿Cuándo íbamos a esperar esto? En un país machista como México, ¿cuándo íbamos a pensar que tendríamos a una mujer al mando?”, me preguntó emocionada. Yo, por mi parte, me preguntaba si había estado tan desconectado de la realidad como para no darme cuenta de que personas como ellos, que habían dejado el país por falta de oportunidades o inseguridad al igual que mucha de mi familia, ahora querían regresar. ¿Qué había cambiado en México, o en ellos, para que sintieran esta esperanza? Por un momento, me sentí abrumado, atrapado entre su fe en el nuevo gobierno y mi propio escepticismo. Quizá, la esperanza que proyectaban era más una necesidad, un anhelo desesperado por creer que las promesas de cambio realmente se cumplirían. En ese cruce de miradas, mientras la madre me sonreía, sentí que mi visión del país se tambaleaba.
Tras un breve intercambio de sonrisas incómodas, seguí mi camino hacia la Plaza de la Constitución. Al llegar a la entrada de Madero, noté a una comerciante ya cincuentona, María Fernanda, que conversaba animadamente con un hombre mayor mientras vendían recuerdos del evento: tazas, peluches, llaveros, playeras, banderas. Sabía que en estos eventos siempre hay mercancía, pero nunca había reparado en la escala de este tipo de comercio. Mientras vendían, discutían sobre lo que esperaban del nuevo gobierno. El hombre, algo dudoso, comentó que no sabía qué esperar tras la gestión de Sheinbaum como Jefa de Gobierno. María, originaria de San Andrés Mixquic, respondió con firmeza: “En Iztapalapa hicieron muchísimo, solo mira las canastitas que van volando o el autobús azul que pasa por allá”, refiriéndose al Cablebús y al Trolebús Elevado. Finalmente, María comentó que estaba feliz por la Reforma al Poder Judicial “porque ya no se van a robar el dinero y se hará más para el pueblo”.
Al caminar por Madero, la multitud a mi alrededor fluctuaba: algunos intentaban entrar al Zócalo, otros salían como si únicamente hubieran ido a pasar lista y tomarse la foto. El ambiente en la plaza era festivo, pero también algo agotado. El Zócalo, lleno de banderas y lonas que se verían en un mitín político perfectamente organizado y pocas cartulinas que pudieron haber sido hechas en la mañana, parecía un escenario preparado para una ceremonia. Mientras algunos revisaban sus celulares, otros aplaudían y gritaban consignas al unísono. Pasaba junto al antiguo edificio del Ayuntamiento, un grupo se retiraba temprano porque el camión que los trajo no tardaba en irse. En ese momento, me pregunté cómo era que un gobierno que se jactaba de contar con tanto apoyo popular recurría a las viejas mañas partidistas para llenar el Zócalo. ¿Acaso no era esto lo mismo de siempre? ¿Qué había cambiado si seguían recurriendo a los acarreados y las prácticas que tanto criticaron en el pasado? ¿Todavía hay significado en llenar este lugar histórico?
Finalmente, me acerqué a un grupo de jóvenes militantes de Morena, entre ellos Miguel, un joven gay de 24 años que trabajaba para el partido y estudiaba en una universidad privada. Esperaba encontrar una historia que me ayudara a entender mejor el apoyo popular de Claudia Sheinbaum, sobre todo proveniente de alguien similar a mí. Miguel, sonriente, me dijo: “La presidenta ganó porque las juventudes ya no votan por el PRIAN; tienen conciencia política y memoria histórica”. Habló con orgullo sobre los logros de la “izquierda humanista mexicana”, especialmente en temas de diversidad, apoyo a los jóvenes y combate a la corrupción.
Sin embargo, lo que más me desconcertaba era que Miguel y yo no éramos tan diferentes. Teníamos intereses similares y probablemente compartíamos espacios sociales, culturales e incluso digitales. Pero lo que para mí era un discurso hueco y simplista, para él eran era una realidad, contrastada por la magnitud de los desaciertos del gobierno. Me preguntaba cómo era posible que, a pesar de ser similares, viéramos un país tan distinto. Traté de evitar un debate y me retiré de la zona.
Momentos más tarde, y mientras Claudia Sheinbaum enlistaba “los cien pasos para la Transformación”, el ambiente seguía enérgico. Me acerqué a otra familia, esta vez de Sonora. La mujer mayor, Valentina, llevaba un vestido rojo con imágenes de la paloma de la paz, símbolo utilizado en los movimientos estudiantiles del 68. Con esperanza, me dijo: “La presidenta viene de movimientos populares, sabe lo que es luchar por la justicia”. La emoción en su voz me impactó. Para ella, y muchos otros, este era un momento de reivindicación histórica e incluso mencionó casos de represión como los de la Unison en 1967, la guerra contra el pueblo Yaqui y el caso de Ayotzinapa.
Después de casi dos horas, Sheinbaum terminó el evento al entonar el himno nacional, y la multitud coreaba “¡Presidenta!”. Los ríos de gente rápidamente se dirigieron a las calles que conectaban el Zócalo con el resto de la ciudad, y ella se marchó entre aplausos, mientras sostenía en una mano el bastón de mando que hace unos minutos le habían entregado mujeres indígenas. Me dirigí hacia la estación de metro Isabel la Católica, entre pensamientos dispersos. Parecía que había presenciado un evento que sentía haber visto hace seis años, y, sin embargo, las personas a mi alrededor parecen tener la misma esperanza.
La euforia colectiva se desvanecía mientras cada uno regresaba a su realidad. Subí algunas fotos a mis redes sociales, y casi de inmediato comenzaron a llegar comentarios. Unos me preguntaban lo mismo que yo: “¿Qué hacías ahí?”.
Ya en el andén del metro, rodeado por los restos de una multitud ya dispersa, mi mente intentaba ordenar todo lo que había visto y escuchado. Había sido testigo de un evento histórico, sí, pero al mismo tiempo, me llevaba más dudas que certezas. ¿Por qué tantas personas, como Valentina o Miguel, estaban tan convencidas de que esta transformación era la que México necesitaba, cuando en realidad parecía que las viejas prácticas seguían vigentes? Los acarreados, los discursos vacíos, la falta de respuestas claras y lo surreal que viene acompañado de lo que parece ser una tragicomedia mexicana… Era difícil no sentirse incrédulo, e incluso decepcionado.
Mientras iba en el metro, pensaba en que esta toma de protesta me había dejado atrapado en una contradicción profunda: la narrativa oficial de Morena había conseguido algo crucial, hacer sentir a sectores marginados que, finalmente, estaban siendo vistos, aunque la realidad no fuera muy distinta a la del país de siempre.
El país con los mismos desafíos de toda la vida: la impunidad, la corrupción, la militarización, la violencia, la constante violación de derechos humanos. ¿Hasta cuándo las promesas de transformación serán suficientes para el grueso del electorado? Había algo poderoso en ese relato que los movía, algo que a mí me resultaba inalcanzable. Me preguntaba si, en mi escepticismo y desde mi privilegio, me había desconectado de algo más profundo, o si, simplemente, no compartía la misma esperanza.
Regreso a casa agotado, sintiéndome lejano a lo que nombraron durante el día en el discurso como “pueblo”. No me molestaría sentirme parte de él algún día.