Antifaz

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Por Adrian Madrigal 

Desde esas pocas cuadras que anticipan el entronque de Reforma con Av. Juárez, ya siento un ánimo de fiesta nacional. Una fiesta a la que, como es mi costumbre, me estoy colando. Igual es fácil notarlo porque hay un claro código de vestimenta que no estoy siguiendo: estricto guinda, de preferencia en forma de chalequito sport y cachucha a juego. Yo tengo buenas intenciones, pero ni una calceta guinda en todo mi guardarropa. También hay canto, uno que creo haber escuchado en otro lado, pero no atino el ritmo ni la cadencia para seguirlo y solo desanimo a quienes me invitan a cantarlo con ellos.  En mi característica ansiedad social, no me atrevo a preguntar a quién estamos festejando. No vaya a ser que me detecten como un infiltrado y vayan a sacarme, porque ni siquiera traje papitas o lo que yo fuera a tomar. Entonces, lanzo mis ojos a los alrededores y alcanzo a ver dos nombres: Claudia y Andrés. ¡Bingo! Eso reduce mucho las alternativas, pero ¿de quién es la fiesta en específico? Porque una vez vistos sus nombres, se convocan a mi alrededor toneladas de representaciones de los sospechosos a mi alrededor. Peluches, banderas, llaveros, calendarios, camisetas, gorras y hasta piñatas. Nunca he visto a Andrés en persona, pero gracias a sus imágenes siento como si fuera mi amigo de toda la vida. Sin embargo, Claudia resulta ser todo un rompecabezas. Veo muñequitas con ojos grandes y otras con ojos pequeños; fotos con diferentes peinados, aunque el que logra a penas imponerse es una distintiva cola de caballo; esas piñatas no se ponen de acuerdo en si tiene una sonrisa pronunciada o tal vez modesta y, definitivamente, Claudia tiene un apellido no tan amigable al oído, así que entre “lo que escuchan” y “lo que es”, algunos se comen o agregan algunas letras al escribirlo. 

Me sacudo un poco la ansiedad y decido acercarme a un hombre que baila y se toma fotos en compañía de su esposa y su hija. “Bardo, fotógrafo”, se presenta antes de abrirme un espacio en el círculo junto a su familia. Veo la alegría en el rostro de cada uno. “Este es el día más importante para el país” dice con el pecho inflado. Eso me deja ver que Andrés y Claudia hacen muy buenas fiestas. Bardo me dice que, a pesar de estar feliz, se siente un poco triste, ya que Andrés se va. Perfecto, ahí está mi respuesta, es una despedida. Pero entonces Norma, su esposa, rebate: “Claudia va a superar a Andrés”. ¿Entonces es una bienvenida? “Es amor a la patria”, remata Bardo. Me despido y los dejo ser.  Es hora de aventurarme al corazón de la conglomeración. 

 Avanzo y las calles se estrechan, así como el espacio al interior de ellas que lo ocupa un mar de gente. Mar cuyas corrientes fluyen, naturalmente, hacia adentro pero, extrañamente, también hacia afuera. Soy colado, pero puntual. Era muy temprano, ¿por qué había gente yéndose ya? Descanso un momento en aguas más tranquilas al medio de las dos corrientes. Aguas donde también descansan aquellos que prestan toda su atención a gigantescas pantallas donde se alcanza a ver y escuchar a Claudia. Entonces la fiesta es de ella. Me lo termina de confirmar la vista de una mujer entregándole un palo del que cuelgan varios listones al que llama “el mando”. Debe ser para la enorme cantidad de piñatas que trajeron al evento; una gran responsabilidad sin duda. Todos en ese cuadro íntimo que la rodea empiezan a corear su nombre. El deber ser se apodera de mí y siento la necesidad de felicitarla, así que me abro paso entre el mar de gente para hacer lo propio. En mi camino paso junto a cientos de motivos e invitados que ocupan el festejo de Claudia para celebrar a Andrés. Incluso una nube de humo guinda y la estridencia de los tambores coreaban su nombre. Pero, ¿dónde está Andrés? En la pantalla se aprecia que a Claudia la acompañan solo mujeres. No hay señales de este famoso Andrés, entonces… ¿por qué pareciera que la fiesta es en su honor si todos estamos viendo a la festejada? Tal vez está al centro de uno de esos círculos sacando los prohibidos. 

 Pero no solo parece ser la gente, la misma Claudia reenciende mis dudas, porque al tomar el podio para dirigirle unas palabras a sus invitados, empieza su discurso con un “Gracias”. ¿A quién? A Andrés. Y la sola mención de ese nombre enciende a toda la muchedumbre a mi alrededor, más que cualquier otra palabra de su extenso discurso. ¿Por qué la festejada inicia una porra para el despedido? No entiendo nada. Me aprendo el apellido de Andrés a punta de repeticiones y la porra retumba incansable en mi mente. “Es un honor estar con Obrador”, léase cantando. Y como un retrogusto, escucho un par de “Es un honor estar con Claudia hoy”, asonante. Funciona, pero no tiene el mismo impacto. Sigo mi camino y la corriente que sale del corazón de la fiesta se hace más pronunciada. Incluso el camino que abren para pasar hace más cómodo mi recorrido. Y estando ya ahí, en el cuadro principal, donde se suponía se estaba llevando a cabo el mejor de los bailes, encontré una escena de fiesta regulera. Buen espacio para caminar, personas a distintos niveles con relación al piso y un millar de conversaciones que englobaban lo banal mientras la ya confirmada festejada les hablaba, lanzando cada cierto tiempo un cortés “¿ya se cansaron?”. Me parecía extraño que eso tuviera que preguntarse en el corazón de una gran fiesta, estoy acostumbrado a bailes locos o mucha más estridencia. Junto a mi pasa el primer mala copa, que reclama no lo dejen salir. Raro, ¿no sé supone que lo que uno quiere es entrar? 

 Aproveché el libre espacio de movimiento para acercarme lo más posible a Claudia. No iba a ser yo esa persona tan descortés que no tiene la mínima decencia de felicitar a la festejada cuya fiesta invadí. Y ya a punto de llegar al punto más cercano que me permitiría el diseño de la fiesta, la voz de Claudia dejó escapar despedidas. ¿Qué? Pero sigue siendo temprano. ¿A poco ya iban a poner las de Luis Miguel? ¿O acaso le iban a hablar a la chota? Eso de “que vivan los militares” me sonó sospechoso. Pues eso parece. Pero no se olvida de agradecer una última vez a Andrés e invitar a todos a corear una última porra. La réplica que escucho alzarse hasta el cielo me convence que aún queda harta energía para seguir la fiesta, pero tal vez nos hace falta Andrés para encausarla. Perdidos en ese coro, sobresalen algunos gritos dirigidos a Claudia. Y así cuando ya las corrientes de salida seguro eran visibles desde el espacio, Claudia emprende la huida.  

Como si dijera “se quedan en su casa” cierra detrás de ella la gigantesca puerta del Palacio que yace a sus espaldas. Nos deja solos con un recopilado de lo que supongo son sus mejores momentos haciendo bucle en las pantallas. Quién sabe si este momento algún día forme parte de ellos. 

Sigo la corriente que más favorece mi escape y me cruzó con una vendedora aprovechando la algarabía para rematar toda su mercancía. Bueno, casi toda. Los Andresitos encuentran nuevo dueño de inmediato ante la vista de las pobres Clauditas, estas con la piel canela y los ojos saltones, que permanecen en el tapete.  Me aventuro a preguntar qué se vende más, ¿Claudia o Andrés? Con algo de duda en la voz, la vendedora responde: “Lo de Andrés, pero porque ya sé va. Lo de Claudia igual sí se vende”. Le agradezco y sigo mi camino.  

Y así como llegué, me voy. Echo en falta no haber podido tomar cerveza, bailar o incluso ligar.  Seguro porque mañana se trabaja no podían quedarse tan tarde, me digo en consuelo. Mis oídos capturan las palabras de una chica que camina con su grupo a mi lado: “Esto no fue nada, la fiesta que hizo Andrés hace seis años fue mil veces mejor”. No sé si eso sea verdad, lo que sé es que ya convencido de que la fiesta fue de Claudia, siento una mayor necesidad de felicitar a Andrés. No creo ser el único sintiéndose así.  

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