Hice la parada a un microbús que, desde lejos, se notaba que escupía gente. Eran las 8:30 de la mañana. Estaba al sur de la Ciudad de México y necesitaba llegar a mi trabajo, por lo que ignoré el hecho de que un señor viajaba colgado de la puerta de atrás por falta de espacio y, como tackle ofensivo de futbol americano, me subí por la de adelante.
De por sí esta situación nunca es cómoda, ahora intenten hacerlo con 20 semanas de embarazo. La vida se pasa en cuidar que no te den un codazo en la panza, vigilar que no abran tu bolsa y mantener el equilibrio.
Mi panza era evidente pero los otros pasajeros iban más preocupados por sus celulares, por dormir unos minutos extras o simplemente por ellos mismos, así que nadie tuvo la buena onda de cederme su lugar, ni modo, ese microbús no traía la calcomanía en el asiento reservado para embarazadas así que me quedé parada.
Me sorprendió que el 80 por ciento eran mujeres y no es porque fuera su obligación, pero siempre creí que serían más solidarias con una futura madre. ¡Ja! Me equivoqué.
Dos cuadras más adelante subió una joven. Con un brazo sostenía a un bebé de más o menos dos meses, en su hombro cargaba una pañalera repleta de suministros para el recién nacido y con la otra mano se agarraba firme del tubo para no caerse por la puerta, ya que mientras el micro avanzaba, el chofer la había dejado abierta.
A pesar de que no me habían cedido el lugar a mí, hasta ese momento yo había guardado la calma, en mi mente me seguía engañando y diciendo: “seguro no se han dado cuenta que estoy embarazada y únicamente piensan que estoy panzona”. Pero el bebé, la muchacha y la opción de que se callera del micro eran mucho más evidentes así que me salió lo Cisneros y grite: “aaaalguien que sea tan amable de darle su lugar a la muchacha que trae un bebé y se viene cayendo”.
El silencio fue absoluto. Las cuatro chicas que venían sentadas frente a mí no voltearon a verme ni tampoco a la joven. Segundos después se paró una señora canosa, de alrededor de 60 años y le dijo a la muchacha: “siéntate aquí”.
Yo, no lo podía creer. Estas talegonas -como le llaman en Sonora a las flojas- van a dejar que esta señora le ceda su lugar y ellas, nada. Y sí, así fue; y ni que decir de darme el lugar a mí, porque luego de ese grito que pegué, seguro que quien no me había visto con mi panza de embarazada, ya lo había notado.
La joven apenada no únicamente le dio las gracias a la señora, también me las dio a mí por aquella escenita.
Y ese día lo decidí: empezaría un proyecto para contabilizar cuántas veces me cedían el asiento en el transporte público.
Mi registro lo hice semanalmente durante un mes y estos fueron mis resultados:
En 18 días utilicé el metro, metrobús, camión y microbús en 64 ocasiones. El primer asiento cedido fue en el día cinco del proyecto y me lo dio un señor de la tercera edad. En total me dieron 10 lugares, ocho hombres y dos mujeres. Es decir, me negaron 54.
54 veces los usuarios vieron entrar a una embarazada al transporte público y ni se inmutaron.
Además, los camiones y microbuses, en su mayoría, no tienen señalados los lugares reservados para personas de la tercera edad, discapacitados, embarazadas o personas con hijos y pues ahí ni cómo alegar con los usuarios. Pero en el metro sí quité a dos que tres y, cabe mencionar, en dos ocasiones yo le cedí mi lugar a personas de la tercera edad con bastón a quienes tampoco pelaban.
Amén de mi panza y pies hinchados, hay cosas que preocupan después de hacer este ejercicio. En primera, la mala calidad del transporte público, donde en las horas pico es imposible ya no que te den un lugar, sino poderte subir, poder respirar. Y segundo, la indiferencia. El hecho de decir «yo estoy cansado, yo tengo sueño, yo tengo prisa, los demás que se rasquen con sus propias uñas» me vuelve loca. De verdad, ¿no nos importa el otro?, ¿estamos dispuestos a pisotear al de al lado para salir nosotros adelante? Yo no.
*El artículo fue publicado originalmente en Cencos. En este sitio se reproduce el artículo con autorización de la autora.
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